La petición de Otegi pidiendo que el Ejecutivo pare los pies a los jueces -inconcebible y blasfemo en otras latitudes democráticas- aquí se convierte casi en excusable cuando los que mandan amenazan con dejar sin piso a jueces que dictaminan en su contra. No sólo hay terrorismo porque algunos asesinan; es que lo que tienen enfrente presenta muchas fallas.
Esperaba descubrir entre las movilizaciones juveniles que ha habido estos últimos días en reivindicación del acceso a una vivienda a algún juez que otro del Tribunal Superior de Justicia al que el Gobierno vasco quiere desalojar de los pisos oficiales que se les facilitó, como si de okupas se tratara. Otra vez se pensarán mejor qué medidas adoptan sobre quienes mandan. Uno, que ya ha pasado a las crónicas de la historia -es decir, es más viejo que la isla, que dirían en Bermeo y otras localidades que solazan la vista con una de ellas-, recuerda que uno de los motivos de facilitar pisos a jueces y fiscales, en aquellos años de plomo de inicio de los ochenta, fue conseguir que encontraran algún motivo para elegir como destino algo tan poco atractivo como aquella Euskadi.
No es que la cosa haya mejorado, ahora tienen que procesar o imputar, además, a líderes políticos flojitos en el conocimiento sobre la división de los poderes que imaginara Montesquieu, lo cual casi es peor, porque son a la postre los que controlan esos pisos, así que el día menos pensado se ven en la calle. El episodio nos demuestra que la mano de la política -la que no es institucional, la partidista- sigue siendo demasiado larga y poderosa frente a un Estado todavía débil. Por eso, aunque sorprenda, la petición de Otegi pidiendo que el Ejecutivo pare los pies a los jueces -inconcebible y blasfemo en otras latitudes democráticas- aquí se convierte casi en excusable cuando los que mandan amenazan con dejar sin piso a jueces que dictaminan en su contra. No sólo hay terrorismo porque a algunos se les ocurre asesinar, es que lo que hay enfrente de ellos tiene muchas fallas.
La cuestión nos llevaría a un tema que en las elecciones municipales tendrá que ser estrella: la promoción de viviendas sociales o protegidas para su oferta a jóvenes (supongo que en esta ocasión se tendrá que abrir un cupo a magistrados). Lo pasmoso es que, siendo el nuestro el país de Europa que más cemento con diferencia produce y más edificios de viviendas construye -y con más escándalos políticos por en medio-, resulta que es donde más han subido los pisos y donde la juventud de los mil euros al mes -eso cuando tienen un trabajo, normalmente no fijo-, más difícil lo tiene para acceder a un piso digno. Debería ser uno de esos motivos que movilizaran el voto, si no fuera porque la gente apenas se cree las promesas electorales y lo que vota es a que pierda el adversario; las elecciones hace tiempo que no las gana nadie, las pierde el otro. Pero hace tiempo que perdimos nuestra candidez y los políticos prefieren ofertarnos antes ambulatorios, centros cívicos, instalaciones deportivas, carriles para bicis, garajes para residentes aunque no los podamos pagar, etc., que la gastada promesa de viviendas que nunca se ha cumplido.
Un empresario medio vitoriano se me quejaba de esta situación hace unos años, cuando su ciudad dio el salto hasta ponerse al nivel de las ciudades con los pisos más caros. De qué sirve que a menos de quinientos metros tengamos ambulatorio, guardería, escuela, centro cívico, centro deportivo, un parque, etc., todo lo que un nórdico nos restregaba por la cara hace poco, cuando su hija (ésta era su queja) terminará de pagar su piso cuando tenga sesenta años. Y lo decía alguien con renta por encima de la media. Algo no funciona cuando una necesidad básica se ha convertido en la inversión más especulativa que hay en nuestro país, que, por cierto, es el que tiene y esconde más billetes de quinientos euros tiene y esconde.
Evidentemente, el hecho de que un número pequeño de jueces pueda quedarse sin piso oficial no va cambiar las cosas, aunque en el fondo quizá les hayan hecho un favor (a ellos y a nosotros), mostrándonos a todos cómo se las gastan los políticos cuando su trabajo no les gusta. Mejor que el Ejecutivo no les pague la renta de la casa a los jueces, mejor que otras relaciones de dependencia respecto al Ejecutivo vayan apareciendo tan a la vista como esta. Resulta hasta pedagógico lo del pisito, se convierte casi en materia de esa nueva asignatura llamada educación para la ciudadanía. No sólo tenemos que descubrir la división de poderes, sino la mayor falla de nuestro sistema de bienestar: mucho servicio público, pero poco piso asequible para los jóvenes.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 15/11/2006