Nacho Cardero-El Confidencial
El PP ya no monopoliza el espacio del centro derecha. Además, dos fortalezas que se le presuponían, como la eficacia económica y la defensa de la unidad de España, han dejado de ser tales
Son legión los que gustan de dar por finiquitado a Rajoy cada vez que vienen mal dadas. En esta ocasión, a cuenta de la crisis catalana y los resultados electorales del 21 de diciembre.
Lo más preocupante de estas críticas tiene que ver con el origen de las mismas. No son exógenas sino fuego amigo, esto es, provienen de la misma base electoral del PP, donde se ha producido una quiebra afectiva difícil de calibrar. Agujero, haylo. Únicamente falta por saber la dimensión del mismo y analizar hasta qué punto puede restañarse. Por de pronto, Gobierno y partido se han apresurado a minimizar los daños:
“No es la primera ni la última vez que los agoreros fallan en sus premoniciones”, destaca un próximo al presidente del Ejecutivo. “Parecen desconocer todavía el instinto de supervivencia de Rajoy. Es un jugador de medio y largo plazo, y todavía queda mucha partida. Gary Lineker decía que el fútbol era un deporte de 11 contra 11 en el que siempre ganaba Alemania. Pues bien, en la política española es lo mismo: pase lo que pase, llegue quien llegue, siempre gana Mariano”. Y así ha venido ocurriendo… Hasta ahora.
Lineker decía que el fútbol es un deporte de 11 contra 11 en el que siempre ganaba Alemania. En España es igual: siempre gana Mariano
Que eso haya sido así no significa que lo vaya a seguir siendo. Las circunstancias han cambiado. En primer lugar, está Ciudadanos. El Partido Popular ya no monopoliza el espacio del centro derecha. Le ha salido competencia. Además, se trata de una competencia relativamente novedosa, sin mácula, que trata de importar el fenómeno Macron a España.
Igualmente, había dos fortalezas que se le presuponían al Partido Popular, como la eficacia económica y la defensa de la unidad de España, que han dejado de ser tales. O no son percibidas así o han perdido la relevancia que se les presuponía. De hecho, con un marco favorable, donde el PP se debería mover mejor y destacar sobre el resto de formaciones políticas, no solo no sube sino que baja.
Si España cierra un 2017 de récord, con 611.000 cotizantes más a la Seguridad Social y 18,45 millones de afiliados, y con un crecimiento del producto interior bruto superior al 3%, si uno de los principales desafíos a los que se enfrenta el país es el independentismo, y el PP no es capaz de capitalizar ni lo uno ni lo otro, habrá que empezar a preguntarse si el problema obedece a motivos puramente coyunturales o si, como parece, las causas devienen estructurales.
No se trata de una cuestión de liderazgo. No es Mariano Rajoy. Tampoco se trata del equipo. Cuando el viento sopla en contra, no falta quien, cual oráculo de Delfos, pida crisis de Gobierno y llegada de nuevos rostros al partido. No es un tema ‘ad hominem’. Ni de preparación técnica, donde los ministros actuales destacan por encima del resto de formaciones. Ni tampoco de DNI. Sáenz de Santamaría, Nadal, Tejerina, De la Serna y Montserrat están por debajo de los 50. Nada de eso. La crisis del PP es una crisis de marca.
Hay desafección en la base. Un cansancio que tiene ver con una cuestión generacional —donde el PP solo se alza como cuarta fuerza entre los menores de 45 años— y con la corrupción —acaso una bomba de efectos retardados—, pero que sobre todo está relacionado con el desgaste inherente al ejercicio del gobierno, tanto nacional como en municipios y comunidades.
No es muy diferente a lo que le ha sucedido al PSOE. La crisis de confianza y credibilidad afecta sin distinción a las organizaciones tradicionales que durante largo tiempo han disfrutado de un poder omnímodo. Un ‘virus’ que, lejos de ser exclusivo de España, se extiende por el mundo.
Si el líder de Ciudadanos ya dispone de una fotografía con Aznar, expresidente y mecenas de FAES, ahora le falta otra con Felipe González
Esta coyuntura, que no hace sino crujir las cuadernas de los partidos clásicos, está siendo aprovechada por Albert Rivera para sustraer votos a diestra y siniestra. Además, ha comenzado a correr la especie, alimentada desde algunos ‘satélites naranja’, de transfuguismos de segundos niveles de PSOE y PP, especialmente de estos últimos, hacia Ciudadanos. De segundos y también de primeros, pues el líder de Cs ya dispone de una fotografía con José María Aznar, expresidente y mecenas de FAES, y ahora busca otra con Felipe González para su exclusiva colección de simpatizantes.
Rivera no para de descorchar botellas tras la victoria de Arrimadas. Ciudadanos gana en Cataluña y sube como el champán en el resto de España. Vive su particular Babylon Barcelona con la esperanza puesta en que el sorpaso del que tanto se habló en la izquierda empiece a vislumbrarse en el centro derecha. Los sondeos empujan en esa dirección.
Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. Y aquí Rivera ha pontificado sin amedrentarse, pero lo que se dice gobernar, ha gobernado poco. Va a tener dos oportunidades para ello. Su primera prueba de fuego será la gestión que lleve a cabo para la formación de la Mesa del Parlament y del Govern en Cataluña, pues el partido más votado está en la obligación de arrogarse un papel activo en las negociaciones, tal y como manda la lógica política.
La segunda vendrá con las elecciones municipales y autonómicas de 2019. Ciudadanos es la única formación de las cuatro grandes que no gobierna, lo cual es un hándicap que tendrá que sacudirse. No se conoce la altura de un líder hasta que tiene mando en plaza.
En el otro lado, el PP está obligado a sacar a Cataluña del debate nacional si quiere recuperarse, de ahí la nueva agenda política programada para este 2018. También deberán hacerlo PSOE y Podemos. Mientras el fantasma de Puigdemont sobrevuele el Congreso de los Diputados, las gaviotas del Partido Popular no podrán remontar el vuelo. Rajoy estará ‘kaput’, pero también Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. En ese escenario, solo gana Rivera.