ABC-IGNACIO CAMUÑAS SOLÍS, FUE MINISTRO ADJUNTO PARA LAS RELACIONES CON LAS CORTES

«¿No sería mejor, mientras no podamos alcanzar el acuerdo necesario para realizar la reforma pertinente de nuestra Constitución, alertar y convencer a la opinión pública de que así no debemos seguir, de tal manera que sea la propia opinión pública la que acabe empujando y presionando a los partidos para que se ponga punto final a la experiencia autonómica?»

Apesar de las múltiples voces que todavía se afanan en defender el actual Estado de las Autonomías en nuestro país, ya no es posible ocultar el fracaso del intento de buena voluntad que supuso entonces el mencionado modelo.

Cuando en distintas ocasiones se me ha preguntado cómo es posible que habiendo sido uno de los diputados que entonces apoyó la aprobación de la Constitución, hoy defienda la necesidad de abandonar la opción autonómica, suelo contestar que la respuesta es muy sencilla. En aquel momento –en plena transición a la democracia– creímos honradamente que podríamos conseguir que los nacionalismos vasco y catalán se integraran y colaboraran lealmente dentro del marco constitucional que se estaba dibujando. Además era cierto que existía una consistente reivindicación en el conjunto del país en favor de un acercamiento de la Administración a los administrados que debería dar paso a un proceso de descentralización política y administrativa que se estimaba imprescindible. Estas dos cuestiones nos hicieron creer entonces que podrían quedar suficientemente resueltas a través de la estructura autonómica que iba a garantizar nuestro futuro Estado democrático.

40 años después ambas realidades han evolucionado, sin embargo, de manera distinta a lo previsto. El fracaso sobre la integración pacífica de los nacionalismos vasco y catalán en el marco constitucional no admite ya la menor controversia. A lo largo de estas últimas décadas hemos podido comprobar la profunda deslealtad de la que han dado muestras ambos colectivos. Los vascos, primero y los catalanes después –ahora de forma descarada y manifiesta– han acabado por descubrir su juego. Para ellos la autonomía no ha supuesto más que un mero trampolín para alcanzar en su día la soñada independencia. Sin lealtad constitucional, por tanto, no es concebible que funcione ni un Estado Autonómico ni un Estado Federal, llegado el caso.

En cuanto al proceso de descentralización apuntado anteriormente, el tiempo transcurrido ha resuelto de forma imprevista esta pretensión. Internet nos ofrece hoy una realidad que por aquel entonces era impensable. En nuestros días cualquier ciudadano, desde su propio domicilio, puede resolver, sin necesidad de desplazamiento alguno, los innumerables requerimientos que nos formula la Administración Pública cotidianamente. Es más, como en el caso de la Hacienda Pública, es la propia Administración la que nos exige que utilicemos el sistema informático para relacionarnos con ella. Seguir, por tanto, clamando por la necesidad de una pretendida descentralización resulta ridículo y lo que hace, en definitiva, es ocultar la verdadera razón que existe para mantener el actual estado de cosas.

Lo que es más cierto es que el Estado Autonómico es defendido, con uñas y dientes, por los partidos políticos porque ha supuesto para ellos una utilísima Agencia de Colocación que da sustento y protección a una legión de afiliados que viven al amparo de los caudalosos presupuestos que las Autonomías les proporciona. Y no digamos nada de lo que el tinglado autonómico ha beneficiado a los jefecillos regionales de los partidos que se han visto disfrutando de un status y unas gabelas que jamás pudieron haber soñado con lo que el mantenimiento de las 17 taifas les viene de perlas. Lo más grave de todo ello es que este superfluo sistema autonómico ha generado múltiples casos de corrupción como conocemos día a día gracias a los medios de comunicación.

El desbarajuste, en fin, que está produciendo el mantenimiento del Estado Autonómico es de tal calibre que sería necesario proceder a una profunda reforma de nuestra Constitución para poner freno a una situación que se nos está yendo de las manos. Pero como ello hoy no se vislumbra hacedero y la rebeldía del nacionalismo catalán crece y crece por momentos, cada vez más son las voces que piden la aplicación del artículo 155 de la Constitución para hacer frente con urgencia a la grave situación en la que nos encontramos. Creo, sin embargo, que dicho artículo no fue pensado en realidad para restaurar una situación como la que atravesamos actualmente en Cataluña y me temo que su aplicación puede no llegar a ser suficiente para volver a una situación de normalidad democrática. El mencionado artículo fue más bien concebido como una suerte de analgésico para combatir un traumatismo puntual sufrido en el cuerpo constitucional, pero no para solucionar un proceso infeccioso como el que padecemos que corre el riesgo, además, de transformarse en una peligrosa septicemia.

Aunque tuviera que aplicarse el artículo 155 porque no hubiera otro remedio, cabría hacerse la siguiente pregunta: ¿Puede el Gobierno de la Nación revertir una situación que se ha venido gestando a lo largo de más de veinte años y que ha contado por lo demás con la complicidad y anuencia de los distintos gobiernos centrales, del pasado y del presente, apelando a la aplicación del reiterado artículo? Un 155 con una intervención a fondo de todas las instituciones autonómicas catalanas, como reclaman algunos, y sobre todo, durante un período de tiempo dilatado ¿no pondría bien de manifiesto el fracaso de nuestra realidad autonómica que nos empeñamos en mantener e incluso calificar como un auténtico éxito? Pues visto lo visto, resulta insólito contemplar cómo, tantos y tantos personajes de la vida pública del país siguen insistiendo en pregonar las bondades del Estado Autonómico sin que parezca preocuparles ni un ápice el peligro que supone para la propia unidad nacional y la convivencia entre los españoles.

¿No sería mejor, entretanto, y mientras no podamos alcanzar el acuerdo necesario para realizar la reforma pertinente de nuestra Constitución, alertar y convencer a la opinión pública de que así no debemos seguir, de tal manera que sea la propia opinión pública la que acabe empujando y presionando a los partidos para que se ponga punto final a la experiencia autonómica que no presenta ventaja alguna y constituye un quebradero de cabeza para la necesaria gobernabilidad de España? La energía que estamos derrochando cada día ocupándonos de las cien mil trifulcas aldeanas que se originan alrededor del fenómeno autonómico, bien merecería la pena que la empleáramos en encarar los incitantes desafíos de la hora actual, en un mundo en permanente proceso de transformación y cambio acelerado.