Es la política

EL CORREO 13/04/14
JAVIER ZARZALEJOS

· Los partidos ‘tradicionales’ europeos que ven amenazados sus espacios electorales por la irrupción de los populismos están pagando su pecado

Al menos desde que el proyecto de tratado constitucional naufragó en los referendos de Francia y Holanda, Europa, la Unión Europea, ha vivido absorta en sus problemas internos, perpleja ante sus disfunciones, refugiada en el voluntarismo a la hora de contemplar el futuro y apoyada en la rutina burocrática por la que se dejan llevar políticos y funcionarios en Bruselas.

La recesión económica vino a poner en evidencia semejante estado de cosas. La necesidad imperiosa de salvar el euro y poner en marcha un tratamiento de emergencia para las carencias institucionales de la Unión han consumido todos los esfuerzos políticos. Apenas han quedado tiempo, ganas y energías para reparar con la debida atención en otras realidades con las que ahora la Unión tiene que reencontrarse quiéralo o no.

La crisis en Ucrania, donde Rusia se ha cobrado ya su primera pieza con la secesión de Crimea, plantea desafíos que se creían largamente superados. Tanto es así que los europeos han tenido que escuchar del presidente Obama una insólita amonestación con dos mensajes de un realismo sin concesiones. «La libertad –recordó Obama– tiene un precio y hay que estar dispuestos a pagarlo». Eso por lo que respecta a unos presupuestos de defensa que apenas permiten mantener el umbral de operatividad que se espera de la potencia militar europea. Pero Obama tuvo más. Europa, añadió, debe resolver su problema energético, que no se va a solucionar con la importación de gas de esquisto de Estados Unidos como alternativa al que recibe de Rusia.

Y, además, las elecciones de mayo amenazan con producir un Parlamento Europeo que la constelación de grupos populistas, nacionalistas, extremistas, eurófobos convierta en plataforma de agitación.

Nacionalismo y populismo, en esa relación simbiótica que los une, se presentan dispuestos a quebrar los equilibrios constitutivos de la Unión. Son la amenaza endógena más peligrosa para el proyecto europeo, al que oponen un discurso radical con el que ofrecen respuestas tan claras como falaces en estos tiempos de desafección y descrédito de la política. Populismo y nacionalismo buscan pescar en este río revuelto con un discurso de certidumbres sobre la identidad, la legitimidad democrática y el bienestar. Identidad, ‘nacional’ frente a los otros. Democracia, ‘nacional’ o ‘popular’ , frente a una burocracia lejana e intervencionista. Bienestar, ‘nacional’ o ‘popular’ porque no habría paro, ni deuda, ni recortes si cada Estado pudiera administrar sus propios recursos en vez tener que ajustarse a la disciplina del euro y someterse a los mercados renunciando a su soberanía. Así va el cuento.

Es fácil comprender el gran potencial destructivo del discurso populista y de su variante nacionalista si ese ascenso electoral se consolidara en el tiempo. La sospechosa habitual para explicar el avance del populismo y el nacionalismo es la crisis económica. De acuerdo, pero no solo la economía. Tanto o más es la política o, para ser mas exactos, la ausencia de esta. En tal sentido puede decirse que los partidos llamados ‘tradicionales’ que a lo largo de Europa ven amenazados sus espacios electorales por la irrupción de los populismos están pagando en forma de pérdida de votos su propio pecado.

Frente a esa oferta de certidumbres con que el populismo y el nacionalismo tientan a los votantes, ¿qué les dicen a esos votantes los grandes partidos europeos sobre lo que significa la identidad europea, cómo defienden las instituciones democráticas y los logros del proyecto europeo, cuál es el repertorio de valores que queremos mantener y ofrecemos compartir a quienes vienen a suelo europeo, sobre qué bases nos comprometemos a seguir edificando el bienestar de los europeos, qué relato de una buena Europa se está construyendo?

Eso es política, liderazgo y visión, no economía. Lo cierto es que la tecnocracia en la derecha y la sentimentalización en la izquierda insisten en desalojar a la política de su territorio y convertir éste en un terreno yermo para la renovación de las ideas cívicas y democráticas pero fértil para que prospere el discursos antipolítico de los extremismos populistas y nacionalistas. En esta crisis, allí donde han tenido que afrontarla, la derecha ha subido impuestos y la izquierda ha recortado gasto público. ¿El mundo al revés? Tal vez. En todo caso, a ambas, derecha e izquierda, parece haberles invadido una suerte de mala conciencia que unos remedian negando la mayor –«derecha e izquierda ya no significan nada»– y otros buscando legitimar por su eficacia gestora o por su superior sensibilidad moral ante los sacrificios que han tenido que imponer a sus ciudadanos. La tecnocracia y la sentimentalización son, pues, distorsiones ideológicas útiles para eludir los grandes debates que exigen la cohesión social y territorial de Europa y la construcción de un relato que reagrupe a los europeos entorno a un proyecto común inspirador.

Europa es una gran historia que ahora se encuentra embarrancada en un profundo vacío narrativo. El relato fundacional de la Unión como orden de paz para Europa parece superado, mientras Europa como garantía de bienestar resulta una idea de dudosa credibilidad para muchos europeos. Y sin embargo, Europa sigue siendo ambas cosas: un orden de paz y libertad y una alianza con capacidad para construir bienestar y solidaridad. Y la política, la buena, la democrática, debe explicarlo.