EL MUNDO 18/06/14
SANTIAGO GONZÁLEZ
En 1992, el asesor James Carville acuñó un recordatorio en la campaña de Bill Clinton contra George H. W. Bush (padre) que se convirtió en un eslogan repetido millones de veces: «La economía, estúpido». Bush había hecho una política exterior brillante, con el fin de la Guerra Fría y la Guerra del Golfo. Pero 1992 era el año en que cualquier pelanas, vale decir un español, era un turista rico en Manhattan, un Give me two en las tiendas que no tenían la persiana bajada por cierre.
Fue así como Bush padre se convirtió en hombre de un solo mandato y Clinton en el 42º presidente de EEUU. El asunto era la vida cotidiana y los problemas de la gente. Es la economía ha sido el discurso permanente de Mariano Rajoy desde aquel 20-N que Zapatero, el magnífico juerguista, señaló como fecha electoral y aniversario. Hombre, y sí era la economía, aunque no sólo. Dicho de otra manera: la discreta mejoría de las cifras macro no alivia los pesimismos micro a corto plazo. Estamos en el tercer año de la legislatura y el discurso gubernamental sólo puede sostener que estamos en el buen camino, pero no cuánto nos queda por recorrer. Es verdad que con Zapatero estaríamos peor y que las reformas han dado resultados positivos, eso es obvio, pero la mejora, para ser percibida por los votantes, debería ser de tal naturaleza que al partido del Gobierno no sólo no le hiciera falta recurrir a la herencia recibida, sino que le pareciera un argumento despreciable.
Algunos barones están empezando a tomar nota de los resultados de las elecciones europeas: «La política, presidente», un suponer Núñez Feijóo, que plantea la reforma de la Ley Electoral para abrir boca. No acertará quien piense en estas discretas mejoras de la economía, tan inaccesibles aún para la mayor parte de los ciudadanos que hacían exclamar muy justamente perplejo a un dirigente regional: «Pero si nos hemos cargado a la clase media».
No se le podría acusar de hipercrítico. Tal vez podría añadir: «Se están cargando al Estado, ante nuestra actitud pasiva». Quienes se lo están cargando, Artur Mas, por poner un ejemplo, tienen las economías que regentan al borde de la bancarrota y para eludir sus responsabilidades invocan la política: la consulta, el derecho a decidir. Todo esto va a terminar mal para Artur Mas, no puede ser de otra manera, pero también para España. Hace dos años, cuando la quietud del presidente empezó a manifestarse como un don sobrenatural, pensábamos que, ah, los empresarios catalanes, ah, el mercado, ah, el cava. La semana pasada, el presidente de Foment, Gay de Montellá, pedía al Rey una consulta, como si estuviera entre sus atribuciones constitucionales. Era inevitable, el Grande de España no tenía por qué ser una extravagancia. No sólo los políticos nacionalistas, los empresarios también son ancien règime. Y la cosa irá a más. O sea, a menos. La República fracasó porque no había suficientes demócratas en España. Esto va como va porque nos falta la materia prima del Estado democrático: los ciudadanos.