Nicolás Redondo Terreros-El Mundo
El autor cree que hoy es más necesario que nunca que los españoles muestren su posición, sus respaldos y castigos para enfrentarnos al reto independentista con las fuerzas renovadas que prestan unas elecciones.
DÍEZ DE GAMES en su Victorial o Crónica de Don Pero Niño del siglo XV decía: «Los ingleses acuerdan antes de tiempo; son prudentes. Los franceses nunca acuerdan hasta que están en la fecha; son orgullosos y presurosos. Los castellanos no lo hacen hasta que la cosa es pasada; son ociosos y contemplativos». No creo en los perfiles nacionales que generalizan en exceso y en todo caso convierten sutiles tendencias sociales en una especie de cama de Procusto, que amputa lo que sobresale, lo que se diferencia o lo que no es igual. Pero, ¿no me digan que, apareciendo de las profundidades del tiempo y de la comodidad simple de todas las generalizaciones, no viene muy al caso la parte referida a los dirigentes españoles cuando pensamos lo que está sucediendo en Cataluña?
Una de las diferencias entre la justicia y la buena política está justamente en el tiempo; si la primera actúa una vez cometida la infracción, la segunda vocacionalmente aspira a que no suceda lo que amenaza la paz social. La pasividad con la que nuestros gobernantes han enfrentado la cuestión catalana ha dejado al final las soluciones exclusivamente en manos de la justicia, que únicamente muestra límites e impone sanciones y penas a quienes han vulnerado las leyes españolas, desde la Constitución al Estatuto de Autonomía. Objetivo, sin embargo, de dudosa consecución si dependiera de la inefable ministra del Gobierno de Merkel –si los socialistas alemanes no saben diferenciar entre unos golpistas de manual y la Justicia de una nación democrática no me extrañan sus continuos fracasos electorales. Más rotunda es la impresión de futilidad que me causa la dirigente socialdemócrata si tenemos en cuenta la contribución política de su partido a la democracia española–.
A la futilidad de la ministra le va pareja la levedad de nuestra política exterior. Puigdemont y compañía no sólo han conseguido en parte poner en entredicho el esfuerzo político por entendernos entre españoles iniciado hace ya 40 años, sino que han conseguido debilitar la confianza entre la sociedad española y la alemana, con el inevitable perjuicio que esos recelos pueden provocar en la Unión. ¡El Gobierno ha vuelto a tener una posición débil ante la impetuosa salida de tono de la ministra alemana! Las palabras de la ministra obligan a una contestación adecuada, y esa respuesta, que evitaría sensaciones desagradables a la sociedad española, no es motivo ni razón para hablar de crisis entre dos socios; sencillamente sería la expresión de una tensión muy concreta entre amigos con intereses distintos que se podría encauzar sin la postración de ninguno de los dos países. No vaya a conseguir nuestro comedimiento hacer menos gravosa la amabilidad con los independentistas que el respeto a los socios.
Está tan olvidada la política grande en nuestra clase dirigente que espera, con expectativa muy primaria, la elección de un presidente de la Generalitat para dar por concluida la cuestión catalana. Y esperan la consecución de este objetivo político para contar con los votos del PNV de cara a la aprobación de los Presupuestos de este año que ya corre hacia su primera mitad. Cierto es que la elección de un presidente se hace imprescindible para afrontar el futuro próximo; pero si es necesario un presidente para establecer un marco de diálogo entre los independentistas y los que quieren seguir siendo catalanes y españoles, también es probable que persistan en su política segregacionista. Al fin y al cabo, sumarían al poder político y económico que les ofrece la Generalitat, un catálogo de mártires en el «exilio» o en la cárcel.
¡Qué más pueden desear los independentistas que la comodidad de las mullidas alfombras del poder y la catarsis provocada por sus héroes! Es más probable esto último si tenemos en cuenta que pueden construir un estatus de pueblo perseguido, sin base real pero muy eficaz para sus ensoñaciones, sobre las frivolidades de la justicia alemana, la intrépida irresponsabilidad de algunos de sus políticos o nuestra abulia en el terreno internacional. En cualquier caso, hoy los nacionalistas no quieren dialogar en el marco de la ley y el gobierno ahora tampoco tiene fuerza ni capacidad para hacerlo.
En fin, la resolución de los jueces alemanes ha conseguido que pareciera que los independentistas hubieran conseguido poner la razón al servicio de sus sentimientos irredentos y que nuestra pasión por defender la democracia, la legalidad, la libertad y la razón como únicos instrumentos de convivencia no merecieran respeto alguno. Todo ello debido más que a los desaciertos germanos a la obcecación doméstica de dar una solución exclusivamente judicial a la cuestión catalana.
Y, ¿cómo recobrar la política? Aceptando la realidad sin la contaminación de los intereses más prosaicos del partido o de los instintos de conservación que caracteriza a los partidos políticos. No estaría de más entender que en Cataluña el resquebrajamiento del consenso autonómico provocado por los independentistas ha fracturado hoy por hoy la sociedad catalana. Y si ellos no están dispuestos a renunciar a sus pretensiones la otra parte de la sociedad catalana tampoco está dispuesta, una vez quebrado el consenso estatutario unilateralmente, a ver disminuidos sus derechos de ciudadanía. Para enfrentar esa cuestión (la tensión de una sociedad dividida entre quienes ya se han situado fuera de la legalidad, y son muchos, y los que no están dispuestos a volver a un pasado de silencio y marginación, tantos como los otros) necesitamos la política; sólo la política grande será capaz de requerir esfuerzos y hasta sacrificios para conseguir un bien superior: la convivencia. Tal vez en otro momento, en otra situación, la solución sería volver a la situación anterior, pero con todo lo que ha sucedido es sencillamente imposible.
El Gobierno de Rajoy y algún partido, por miedo o responsabilidad, por cálculo o por incapacidad, han ido voluntariamente por detrás de los independentistas. Fueron por detrás cuando aprobaron las leyes de desconexión, verdadero pronunciamiento civil de los independentistas, y lo mismo ocurrió el 1 de octubre. Hemos despreciado una parte de la acción que debería desarrollarse entre nuestros socios de la Unión, conformándonos con declaraciones etéreas o con escaso valor institucional, que en realidad mantenían el contencioso catalán dentro de nuestras fronteras y convertía a nuestros socios en espectadores interesados, pero no concernidos. Todo lo que ha sucedido estos últimos años desde el primer referéndum en tiempos de Mas me recuerda aquella frase que se hizo célebre y recuerda Menéndez Pidal del Celoso prudente de Tirso de Molina: «Socorro de España sois, siempre perdido por tardo». Lo queramos o no, éste es el resultado de la política española durante los últimos meses.
EN ESTA SITUACIÓN, la aprobación de los Presupuestos es irrelevante desde un punto de vista político. La cuestión es si este Gobierno tiene mayoría y proyecto político para los próximos años. Podría ser que el oxígeno de las cuentas sólo sirviera para prestar una lánguida vida al Ejecutivo mientras todo se enquista y se petrifica. Nunca es buena noticia un adelanto electoral, pero hay momentos determinados y situaciones concretas que sólo tienen como solución la convocatoria de unas elecciones. La economía parece que va bien y no es un factor sin importancia, pero no es el único e imprescindible; como lo es el funcionamiento de la Justicia para impedir que apellidos, orígenes, creencias o ideologías fortalezcan la desigualdad entre los ciudadanos; pero en las democracias occidentales todo adquiere sentido y armonía a través de la política.
Revirtiendo el simplista eslogan de Clinton, podemos decir: «Es la política, estúpido, es la política». El problema no es si el Gobierno aguanta un año más. El verdadero problema es la fuerza que ha adquirido el embate independentista. Por lo tanto, hoy es más necesario que nunca que la sociedad española muestre su posición, sus respaldos y sus castigos para enfrentarnos al reto independentista con las fuerzas renovadas que prestan siempre unas elecciones.
Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.