José María Ruiz Soroa-El Correo

Habrá que pensar con cuidado qué vale más: el bien inmediato o el mal futuro

Es la afirmación más inapelable que escuchamos: la salud es lo primero. Y consecuentemente ante ella y sus requerimientos deben ceder cualesquiera otros intereses, sobre todo si son unos intereses de esos que pueden meter en el cajón de sastre de ‘los negocios’. Si hay que parar la economía y poner en hibernación la máquina productiva, se hace, porque la salud es lo más importante.

¿Es cierta la afirmación? ¿Es verdad lo que dice la frase? Pues sí, lo es, pero siempre que se entienda condicionada por lo cláusula que desde los escolásticos se denomina ‘caeteris paribus’. O, en romance corriente, por la condición de que todas las demás circunstancias permanezcan constantes y sólo sea la salud la variable en juego. Si todo lo demás va a seguir substancialmente igual, es correcto el apotegma de que la salud está por delante de todo lo demás. Pero si al poner la salud por delante provocamos en la realidad tales alteraciones que el mundo se modifica mañana a peor, habrá que analizar qué vale más, la salud de los de hoy o el sufrimiento de los de mañana.

Si la hibernación económica provocada por la desinfección del mundo va a llevarnos a un mundo futuro en el que el virus no exista, pero sí exista una substancial reducción del nivel de vida, una mayor pobreza, una inestabilidad sociopolítica, o un deterioro de las condiciones vitales (incluida la salud) de los ciudadanos, entonces habrá que pensar con cuidado qué vale más. El bien inmediato o el mal futuro. Tarea difícil porque sopesamos males actuales reales y ciertos con males futuros altamente hipotéticos y desconocidos. Pero que sea difícil no autoriza a los simplones de turno a gritar con esa seguridad que es fruto sólo de una mente estrecha o de un exceso de ideología que ««ante todo la salud». ¿No podría ser más cierto que «ante todo conservar el mundo»?

Verán, la idea que me inquieta pone en relación la reacción ante la actual pandemia 2020 con lo que sucedió con la epidemia de gripe de 1918 hace ya un siglo. Y barrunta que puede suceder que la sociedad actual esté (estemos) reaccionando de una forma inadecuada por unilateral y excesiva ante un hecho repetido. Probablemente es una reacción poco menos que inevitable teniendo en cuenta cómo están constituidas nuestras sociedades desarrolladas y bienestaristas, y por ello nada se puede cambiar al respecto. Pero sí cabe pensar en ello.

En 1918 el mundo lo componían 1.500 millones de personas, unos 20 millones en España. La gripe procedente de Kansas atacó con un índice de mortalidad muy elevado, superior al de la actual, de los contagiados que fueron cerca del 50% de los individuos. Ni existían medios sanitarios para combatirla con eficacia, ni se adoptaron (salvo casos muy tímidos y locales) medidas de confinamiento. Menos aún de paralización de la economía. Por el contrario, se siguió una política inicial de ocultación en la Europa en guerra y de hacinamiento conducente a su contagio acelerado. El resultado, cuentan los historiadores, fueron unos 40 millones de muertos mundiales. En España alrededor de 200.000 personas.

La sociedad y las personas padecieron la epidemia como se habían sufrido todas en el largo caminar de la Humanidad: con dolor, miedo, resignación y estoicismo. Pero lo cierto es que el mundo no se paró, la economía siguió funcionando y en pocos años (los felices años veinte) se olvidó. Nuestros abuelos, que eran quienes la vivieron, apenas si se referían a ella como una experiencia traumática. Claro que después les sobrevino la guerra (la civil y la mundial) para borrar su memoria, pero el hecho cierto es que la sociedad sufrió, pero no tembló en su existencia misma. La gripe de 1918 no fue sino una nota a pie de página en la historia del siglo XX.

Las sociedades actuales y los gobiernos que las dirigen han reaccionado contra la epidemia adoptando todas las medidas a su alcance para detener la muerte. La imagen de cien millones de personas o de 400.000 muertos en España es inadmisible. Pero sucede que entre los medios para detener la epidemia están unas medidas de confinamiento tan severas que pueden llegar a detener el ciclo productivo y provocar en el inmediato futuro un desastre económico: paro, pobreza, conmociones civiles, miseria y… muertes. Esto puede ser, no una nota al pie, sino un capítulo aparte. El primero de otra historia distinta.

Nadie se ha planteado la alternativa de optar entre uno u otro nivel de sufrimiento (excepción notable el manifiesto de Leguina y De la Dehesa). Se ha emprendido la lucha por controlar el contagio sin dudar de que ese era el único camino racional. La (mala) metáfora de la guerra: nadie acepta la derrota desde el principio. En parte porque nuestra civilización cree que puede controlarlo todo. En parte porque la amenaza inmediata lo es a personas concretas, mientras que el desastre humanitario futuro es eso, hipotético.

Lejos de mi intención la crítica, pero ¿podremos conservar la salud al tiempo que conservamos el mundo?