- Una mayoría parlamentaria puede y debe llevar a cabo su programa legislativo, defiende el autor, pero sin pisotear los derechos de las minorías.
En muy poco tiempo a lo largo de esta legislatura hemos pasado de la política ordinaria en la que la confrontación se centraba en el debate de leyes sustantivas (leyes sobre el ‘sí es sí’, el aborto, las políticas de género, etcétera) a lo que Bruce Ackerman (en su libro We the People) denomina un momento constitucional.
Con la expresión, Ackerman se refiere a ese periodo concentrado durante el cual el orden constitucional cambia de una u otra forma. Es un tiempo en el que no se discute ya sólo de políticas sustantivas, sino también, y sobre todo, del mantenimiento o el cambio de las reglas de juego. Consciente o inconscientemente hemos dejado atrás la política ordinaria y hemos entrado en un momento constitucional.
Las Constituciones raramente se cambian ya a través de los procedimientos previstos en las mismas para su reforma, en nuestro caso recurriendo al Título X. Los cambios en las Constituciones vivas, como la nuestra, se producen normalmente mediante la propia jurisprudencia tanto de los tribunales superiores como, sobre todo, de los tribunales constitucionales.
La mutación constitucional es la alternativa a la reforma en las Constituciones rígidas. Y esto ayuda a explicar la enorme virulencia con la que se está produciendo la tramitación de la reforma de aquellas dos leyes orgánicas que forman parte del llamado bloque de constitucionalidad: la Ley orgánica del Poder Judicial y la Ley orgánica del Tribunal Constitucional.
Los anglosajones tienen una expresión (partisan entrenchment) para referirse a aquellas tácticas políticas en las que uno de los poderes, normalmente el Ejecutivo, trata de controlar el Legislativo y, lo que es más habitual, el Poder Judicial. El atrincheramiento partidista es una estrategia por la que una mayoría trata de extender y ampliar su representación más allá de la duración de su mandato. Con el atrincheramiento, en síntesis, se pretende reinar incluso después de morir.
Se piensa, por ejemplo en nuestro caso, que logrando un buen número de jueces afines en órganos como el Consejo General del Poder Judicial y con una adecuada política de nombramientos se puede influir en la composición de los tribunales superiores y del propio Tribunal Supremo.
«En una democracia como la nuestra, no militante y abierta al cambio, son lícitos los fines si se respetan los medios»
Se supone asimismo, con razón o sin ella, que reuniendo un buen número de magistrados ideológicamente próximos en el Tribunal Constitucional, un partido, aunque perdiera las elecciones, tiene posibilidades de lograr la supervivencia de determinadas políticas contestadas (la ley del ‘sí es sí’, por ejemplo, o el delito de sedición, o la reforma de la malversación). O, si vuelve a formar mayoría, acometer en el futuro reformas más osadas en nuestro entramado constitucional sin necesidad de pasar por el fielato del Título X de la Constitución.
Esto es lo que está en juego, que es mucho. Y esta es, en mi opinión, la explicación de la proposición de ley que ha llevado al enfrentamiento del Ejecutivo con el propio Tribunal Constitucional y de la virulencia del debate.
Y si aquel fuera el objetivo, incluso quienes no lo compartimos deberíamos reconocer que es legítimo siempre que lo persiga por los procedimientos constitucionalmente previstos para tomar decisiones tan importantes. Porque en una democracia como la nuestra, no militante y por tanto abierta al cambio, son lícitos los fines si se respetan los medios.
Decía Montesquieu, al hablar del Gobierno despótico, que «los salvajes de Luisiana cuando quieren fruta cortan el árbol por el pie y la cogen». Vencidos por sus pasiones e instintos, sin uso de la razón, no admitían límite alguno para saciar el hambre y terminarían talando el bosque. La referencia a los salvajes de Luisiana era un recurso literario de que se valía Montesquieu para explicar las ventajas del gobierno moderado y la razón de la división de los Poderes.
Para fundar un Gobierno moderado, decía en el siguiente capítulo, es preciso «combinar las fuerzas, ordenarlas, remplazarlas, ponerlas en acción; darles, por así decirlo, un contrapeso, un lastre que las equilibre para ponerlas en estado de resistir unas a otras». Esta (la división de poderes), concluía, es la obra maestra de la legislación que el azar produce rara vez.
Y es verdad que rara vez en España la soberanía nacional (no la soberanía popular) había logrado esa obra maestra de la legislación que es nuestra actual fórmula moderada de gobierno en la que la mayoría está limitada, como corresponde con las democracias liberales, por una serie de contrapesos de tal forma que no pueda convertirse en una mayoría despótica. Uno de los contrapesos son los tribunales. El Tribunal Constitucional actúa como supremo intérprete de la Constitución. Es lo que aceptamos la inmensa mayoría de los ciudadanos hace cuarenta y cuatro años.
Una mayoría parlamentaria en España puede y debe llevar a cabo su programa legislativo, pero debe hacerlo sin pisotear los derechos de las minorías.
Puede presentar una proposición de ley y hacerla aprobar, pero debe pasar por una toma en consideración de la misma en la que participen todos los diputados.
Puede presentar enmiendas, incluso a su propia proposición de ley, pero no puede por vía de enmiendas meter por la puerta trasera regulaciones que no tengan relación con el contenido de la proposición.
Puede agilizar el trámite de una proposición de ley, pero tiene un cierto aire ventajista hacerlo de tal manera que asuntos transcendentales (que afectan al bloque constitucional) se resuelvan sin debate, sin transparencia, a uña de caballo.
La mayoría tiene derecho a que sus propuestas, si tiene los votos suficientes, salgan adelante. Pero no a costa de amordazar y silenciar las voces de la minoría.
Y esto es lo que, si no me equivoco, ha dicho el Tribunal Constitucional, resolviendo sobre la forma (que no sobre el fondo) del recurso de amparo: recordar que la mayoría no puede hacer lo que quiera. Que no es un princeps legibus solutus. Esto es, un soberano desencadenado.
«La soberanía nacional y el imperio de la ley van unidas tan íntimamente que no cabe la una sin la otra»
Cuenta Jenofonte (Helénicas, I) cómo los generales atenienses, pese a haber vencido a los espartanos en la decisiva batalla de las Arginusas, fueron juzgados en la asamblea por no haber recogido a los náufragos. El juicio fue sumario y sin darles opción a intervenir, contraviniendo la ley de Conon.
El único que protestó por tamaño dislate fue un tal Euriptólemo. Este pidió que la Asamblea se atuviera a la ley, a lo cual la multitud, enfurecida por las objeciones y retrasos, gritaba que «era monstruoso por uno no dejar a la Asamblea hacer lo que quería».
Fue la primera vez que yo conozca en que la soberanía popular se sobrepuso a la soberanía de la ley, y aquel juicio quedó como un auténtico baldón de la democracia ateniense.
No hay democracia si la mayoría no respeta la ley. No hay realmente Parlamento si la mayoría acalla la voz de la oposición, si reduce la posibilidad de enmendar los proyectos o las proposiciones. Si, en suma, utilizando sus votos, hace lo que quiere y como quiere.
Soberanía nacional e imperio de la ley van unidas tan íntimamente que no cabe la una sin la otra. Es lo que había enseñado Fernando de los Ríos a los socialistas ya en el año 1917 (La crisis de la democracia): soberanía nacional implica, como corolario, imperio de la ley. No nace la ley, insistía, para amparar a la autoridad, sino que son las autoridades, el Parlamento, el Gobierno y los Tribunales, los que tienen como misión respetar y hacer respetar la ley. Es lo que ha hecho el Tribunal Constitucional.
Las medidas cautelares y las cautelarísimas, como ha estudiado la profesora de la Universidad de Alcalá Carmen Chinchilla, plantean auténticas dificultades en todos los procesos judiciales y también posiblemente en el Tribunal Constitucional. Sin tener toda la información del problema, pero guiándose por lo que se conoce como el fumus boni iuris, el tribunal ha tenido que ponderar los bienes en litigio y resolver. El criterio de la reversibilidad de la medida cautelar puede ser una buena guía.
Suspender la decisión de la Mesa del Congreso, que fue quien admitió a trámite esas dos enmiendas, es un daño perfectamente reversible. Basta con que el Gobierno presente un proyecto de ley (que sería lo más correcto) o que algún grupo parlamentario impulse una proposición de ley y que se tramite haciendo posible que todos los parlamentarios puedan participar en el proceso legislativo (contenido esencial de la representación).
Rechazar el amparo a los diputados, por el contrario, hubiera producido un daño irreversible a los diputados recurrentes. La ley se aprobaría sin su posible participación. Y el fallo en el futuro sobre el fondo, aun cuando fuera favorable a los mismos, no podría reparar ya el daño causado. Sería irreversible.
Pero el fallo del Tribunal Constitucional tiene un gran valor en otro orden de cosas. Sienta un precedente que, si ahora no es del gusto de la izquierda, quién sabe si a esta misma izquierda no le vendrá bien en el futuro cuando, más pronto o más tarde, porque así son las cosas humanas, deje de estar en el Gobierno.
«Es de temer que esta forma de vivir la vida pública destile su veneno en los propios ciudadanos»
El horizonte temporal de las instituciones no siempre coincide con el horizonte vital de los líderes políticos. Aquellas resisten mejor la usura del tiempo. Y los actuales líderes de los partidos de izquierda, o quienes en el futuro les sustituyan, agradecerán disponer de un precedente que les pueda proteger frente a posibles desafueros de una mayoría conservadora.
Contestar a este fallo del Tribunal Constitucional con la violencia de que han hecho gala algunos representantes sólo es explicable en este proceso de polarización en el que ya no se aceptan los matices y se ha deteriorado hasta extremos inconcebibles el lenguaje en la vida pública. Cada uno, aseguraba Aristóteles, habla y obra tal como es y de esta manera vive.
No sé si se dan cuenta de esto nuestros representantes: que el lenguaje refleja el ser. Y que les vemos y les juzgamos por su lenguaje. Más aún, que es de temer que esta forma de vivir la vida pública destile su veneno en los propios ciudadanos y terminemos viviendo todos nosotros como hablan nuestros representantes. Este deterioro de las instituciones y del lenguaje lo podemos pagar muy caro.
*** Virgilio Zapatero es catedrático emérito, exrector de la Universidad de Alcalá y exministro de Relaciones con las Cortes.