Joseba Arregi-El Correo
Cuando se permite que partidos y parlamentos deslegitimen el Estado de Derecho y se llama «extremista» a quien piensa diferente, alimentamos una comunidad política fallida
No se trata de un título que pretende superar con toda una frase el cúmulo de calificativos negativos que han tratado de describir el espectáculo de la fallida investidura del candidato Pedro Sánchez. No es cuestión de buscar culpables de la situación ni de distribuir las responsabilidades entre todos los actores políticos, partidos e instituciones, salvando quizá, la institución monárquica. Tampoco pretende corregir los numerosos análisis que se han publicado tras el sonoro fracaso. Con muchos de ellos el autor de estas líneas está bastante de acuerdo. Lo que sí pretenden estas reflexiones es ir algo más allá del hecho mismo partiendo de que lo sucedido en la investidura -el fracaso- tiene antecedentes históricos y sociales que permiten apuntar a causas que van más allá de la incapacidad de determinados dirigentes políticos del PSOE y de Podemos de ponerse de acuerdo.
La política española -aunque no solo ella- vive ya desde hace demasiado tiempo sometida a unas reglas que convierte a los políticos en sus víctimas. Todo es espectáculo. Toda la política se produce en los medios y está sometida a las normas del marketing que sirven solo para ganar la próxima batalla, para vender no el mejor producto, sino el mejor envoltorio de cualquier producto por cutre que sea. Lo que importa es -se dice sin rubor- el relato, quién consigue que los compradores -los llamados «ciudadanos»- culpen al otro de la situación y no a uno mismo. Es la batalla por el relato, no el esfuerzo por la negociación a través del diálogo, sabiendo que nadie es poseedor de toda la verdad.
Resulta preocupante que del bipartidismo se haya pasado al bibloquismo: o se es de un bloque o se es de otro bloque, o se es progresista e izquierdista, o se es de derechas y reaccionario. La rabia es mayor si se cree que solo la izquierda y el progresismo son poseedores de la verdad y la moral de la historia y, por lo tanto, los únicos legitimados para dar solución «verdadera» a los problemas de la desigualdad, de la justicia social, de la pobreza y de la inclusión tolerante. En consecuencia, las derechas llegarían al Gobierno porque las izquierdas no han sido capaces de ponerse de acuerdo o de mantenerse fieles a sí mismas.
Olvidan quienes piensan en estos esquemas mentales que la cuestión no radica en quién está más o menos a favor de la justicia, quién desea más o menos luchar contra la desigualdad, sino en que unos y otros disienten en los medios más adecuados para encontrar un equilibrio que permita alcanzar una menor desigualdad y una mayor justicia sin empobrecer a todo el mundo, sino manteniendo una creación de riqueza que mejore la situación de la mayoría de los ciudadanos.
Pero parece preferible seguir en guerras de trincheras, lo que conduce a la principal tesis de estas líneas: el problema radica en que hemos abdicado de todo sentido de lo que es y significa el Estado de Derecho. Termina sucediendo lo que ha sucedido con la fallida investidura de Sánchez cuando durante lustros se juega con lo que constituye el Estado -el monopolio legítimo de la violencia-; con la Constitución, que implica el sometimiento de la soberanía a los principios del Derecho y solo así el Estado es de Derecho. Cuando se juega con las leyes que desarrollan, sin contradecirla, los principios de la Constitución y sus mandatos, negándose a cumplirlas, haciendo caso omiso tanto cuando se dice que se cumplen o cuando abiertamente son desobedecidas e incumplidas. Cuando quien no está de acuerdo con las ideas de una persona o de un partido es declarado extremo. Cuando se olvida el significado de la aconfesionalidad del Estado que no significa quitar o poner una cruz o un minarete, sino que en el espacio de la política democrática no existen verdades últimas, que ese espacio es el de las verdades y legitimidades penúltimas. Cuando se confunde la legalidad constitucional de los partidos con su legitimidad democrática. Una legitimidad que no puede dictar el Tribunal Constitucional por una interpretación ultraliberal de la Constitución, sino que se deja en manos de los partidos políticos, que son lo encargados de mantener esa línea divisoria entre legalidad y legitimidad que debe regular la relación entre ellos.
Si se viene del pacto del Tinell, si se viene de admitir que partidos anticonstitucionalistas sean considerados potenciales socios de Gobierno, incluso partidos y coaliciones que niegan la legitimidad del Estado de Derecho que es España; si se permite que parlamentarios autonómicos -actores de Estado- no tengan que jurar ni prometer la Constitución que regula la actividad de todos los actores políticos en democracia; si se permite que parlamentos autonómicos aprueben en fraude de ley reformas anticonstitucionales de sus estatutos; si se considera que frases rotundas y absolutas como ‘no es no’ o «nunca pactaremos» con uno de los bloques -especialmente con los partidos legítimos de derecha, como el PP y Ciudadanos (Navarra Suma)- no solo falla la investidura: está fallando todo el sistema constitucional.
Cuando se eleva a categoría de verdad absoluta y de virtud absoluta el principio de la inclusión de todo lo que es diferente, considerando al mismo tiempo que la verdad y la virtud absolutas son patrimonio exclusivo de una ideología o incluso de un partido concreto, se está paradójicamente excluyendo del conjunto de la ciudadanía a la mitad de esta. Cuando se pretende constituir una sociedad en comunidad política basándose en lo que diferencia a los ciudadanos -identidades e intereses-, en lo que los divide y no en lo que comparten -la igualdad en derechos y libertades-, se está haciendo imposible la comunidad política que es el Estado de Derecho. Llegados a ese extremo, lo que tenemos no es una guerra civil cruenta, pero sí una situación de fallida constitución de una comunidad política. Parece que estamos abocados a ello por el juego de los políticos responsables, o más bien irresponsables, desde hace algunos lustros.