FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • La cesura que se ha producido con el anterior mundo conocido es tal, que todas las voces son bienvenidas a la hora de encarar estas nuevas incertidumbres. Lo que debería asustarnos es lo contrario

El combate de los ucranios en la guerra es una causa justa. Por tanto, no queda otra que implicarse en su ayuda y hacer lo posible por evitar que aquella pueda llegar a expandirse a otros lugares. El actual activismo de la OTAN constituye, pues, una decisión correcta. El canciller Scholz lo dijo muy claro el otro día: “Arriesgar la vida y la integridad física para acudir en ayuda de los demás. Esto es la OTAN”. Esta organización seguramente es también muchas cosas más —el brazo armado del Occidente geopolítico, por ejemplo—, pero en su actual desempeño persigue el fin adecuado. Empiezo con estas breves consideraciones para evitar, ya desde el comienzo, que se me malinterprete. Y si lo hago tan explícito es porque parece que nadie puede disentir al respecto. Toda la convicción y seguridad con la que afirmo mi posición ante la guerra deviene en dudas e incomodidad cuando observo algunas reacciones ante quienes se atreven a oponerse a este nuevo discurso único.

Digo esto por las sensaciones encontradas que me produjo la cumbre de la OTAN en Madrid, con sus aires de celebración y las manifestaciones de halcones como Stoltenberg. No hay nada que celebrar cuando hemos virado hacia posiciones que ya creíamos casi olvidadas, cuando el mundo se ve amenazado por hambrunas, se congela la lucha contra el cambio climático o se busca aprovisionar de recursos a un nuevo rearme. Más que en espíritu de fiesta deberíamos estar en modo funeral. El retroceso civilizatorio es palpable. De acuerdo, puede que no haya otra alternativa o que hayan sido otros —Putin— los que nos han conducido a la situación actual, pero no silenciemos los muchos dilemas a lo que esto nos enfrenta. Nos vemos obligados a practicar la disuasión, y esta es tanto más eficaz cuanto mayor sea la unión entre los socios de la Alianza; aun así, ¿tenemos tan claro cuáles sean los mejores medios para alcanzar el objetivo?

Como decía Ortega, “la política es clara en lo que hace, en lo que logra, y es contradictoria cuando se la define”. Disentir sobre lo que hay detrás de cada acción política es, por tanto, la reacción casi natural. Como también lo es el siempre irresuelto contraste entre fines y medios. Otro canciller alemán, Helmut Schmidt, definía la política como “acción pragmática para satisfacer fines éticos”. Por experiencia sabemos bien, sin embargo, lo fácil que es que los medios se acaben convirtiendo en el fin, que la excesiva atención a una realidad dada desvirtúe la obtención del propósito buscado. O que, al modo maquiavélico, todo valga para conseguirlo, que la razón de Estado campe a sus anchas. Fines y medios se llamaba precisamente el libro de Aldous Huxley donde se contiene una de las mejores defensas del pacifismo.

Ahora que tanto celebramos —aquí sí encaja el término— la recuperación de ese “nosotros” occidental encarnado en los principios de la democracia y los derechos humanos no podemos olvidar que la discrepancia es uno de sus elementos sustanciales. Sería necio perderse en discusiones bizantinas con los bárbaros ad portas, pero de ahí a enrocarse en un discurso único va un buen trecho. Qué quieren que les diga, estoy con la posición del Presidente Sánchez —o de la oposición— ante este conflicto ucranio, pero no me parece mal que encuentre voces discrepantes en su mismo Gobierno. La cesura que se ha producido con el anterior mundo conocido es tal, que todas las voces son bienvenidas a la hora de encarar estas nuevas incertidumbres. Lo que debería asustarnos es lo contrario.