JUAN ANTONIO ORTEGA DÍAZ-AMBRONA

  • La amnistía, reliquia antigua como el brazo de Santa Teresa puede suscitar aún devoción. Pero sería gran impostura aceptar que sea «progresista» y no un fardo de tiempos superados

Bastantes lectores guardarán memoria de una coletilla que cerraba otrora las instancias dirigidas a las autoridades. Rezaba así «es gracia que espera alcanzar del recto proceder de V.E. cuya vida guarde Dios muchos años». Esa fórmula compendiaba cómo se concebía entonces la relación de las personas con el poder. La referencia a Dios era congruente porque la «gracia» encuentra su mejor asiento en la religión. El concepto religioso de gracia es muy rico y, como tantos otros, se secularizó y traspasó al mundo civil.

Lo propio ocurrió con la idea de «maiestas», o majestad, predicada de Dios omnipotente, origen de toda gracia. Ese poder omnímodo de Dios se convirtió en «soberanía», atribuible ahora al soberano, es decir, al Rey absoluto. El monarca heredó así un poder de gracia prevalente sobre derecho positivo. Con él podía otorgar títulos de nobleza a unos, o perdones concretos a otros, según su único e inapelable criterio. Ahí está el origen de las amnistías soberanas.

La amnistía implica olvido y arrepentimiento. En la Iglesia el sacramento de la penitencia otorga el perdón o reconciliación mientras el pecador recobra el «estado de gracia».

En España la gracia real aparece en las Partidas del Rey Sabio en el s. XIII. Era un don del monarca «por razón de su poderío», beneficio gratuito para un súbdito (beneficium nobis gratis datum) cuando aun no existían «ciudadanos» como tales, ni Ley en sentido moderno. Los súbditos «omildosamente fincados de ynojos debían pedir la merced al Rey» (Partida tercera; Tít. XXV Ley III).

El Rey absoluto podía dispensar del cumplimiento de las leyes y decisiones judiciales. A veces era necesario contribuir para ello, o sea pagar, como ocurría en las llamadas «gracias al sacar» señaladas en R.D. de 5 de agosto de 1818 y luego reguladas en abril de 1838.

El constitucionalismo moderno quiso acabar con esto. Tras la Revolución Francesa aparece una nueva noción de ley aprobada por una asamblea representativa, que obliga a todos, también al Rey, ya constitucional. Con ello los súbditos ascienden a «ciudadanos», titulares de derechos exigibles. La idea de «lo graciable» queda malherida.

Pero la potestad de gracia se resistía a morir. Sus raíces eran hondas. Aguantó cuanto pudo agazapada en la Administración. Así que hubo una Secretaría de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia (26 agosto 1754) y luego la gracia se refugió por largas décadas en el ministerio de Gracia y Justicia. Durante el siglo XIX de alternancia política, en especial de generales moderados o progresistas, la amnistía sirvió para salvar a correligionarios condenados.

El general Franco contó entre sus devociones la relativa a esos poderes residuales de gracia. Al principio amnistió a muchos por rebelión militar, delitos fiscales o monetarios. Su Ley de 26 de septiembre de 1939 amnistiaba por hechos cometidos «en defensa de los ideales que provocaron el Glorioso Alzamiento contra el Frente Popular». Y ya puesto, tomó gusto a los indultos generales con motivos varios: conmemorar su propia «exaltación» a la Jefatura del Estado; ratificar una ley fundamental; celebrar un Año Santo, un Congreso Eucarístico (como el de Barcelona) o la elevación de un Papa al solio pontificio, como Juan XXIII.

La Constitución de 1978 prohibió los indultos generales (art. 62.i CE) dejando un leve resquicio para un derecho de gracia atribuido al Rey. Fue consecuencia de implantar en España un Estado de Derecho pleno, con división de poderes y jueces independientes que gozaban de exclusiva para juzgar y ejecutar lo juzgado. Además todos los ciudadanos serían iguales ante la ley (art. 14 CE) y se prohibió la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3).

Con anterioridad una ley de amnistía se consensuó y alcanzó en el Congreso aprobación casi unánime con solo dos votos en contra el 17 de octubre de 1977. No necesitó exposición de motivos. Se explicaba con la sola lectura de sus preceptos. Era deseada por todos para la reconciliación entre los españoles. Quien esto escribe plasmó, de su puño y letra, alguno de sus preceptos, como cuenta en sus memorias. Todos pensamos que ya no habría más; que sería la última. Eso creíamos.

Pero cuarenta y seis años después otra amnistía rinde pleitesía a los independentistas para lograr la investidura del presidente del Gobierno. Es feo asunto. Suscita emociones encontradas. Hubo muchas opiniones, declaraciones y manifestaciones contrarias. No faltan quienes la interpretan como una bofetada al poder judicial. Pero otros apuestan, sin embargo, que ‘pacificará’ Cataluña. Su desmesurada Exposición de Motivos es rica en imprecisiones tramposas y errores que realmente sonrojan. Hay dudas notables sobre su compatibilidad con la Constitución. En realidad, es imposible situarla en un esquema de reconciliación y perdón. Da la sensación de que todo está al revés; que esencialmente es el confesor quien se hinca de hinojos ante un penitente no arrepentido sino más bien arrogante. No hay vestigio del propósito de la enmienda, sino de volver a las andadas. ¿Es esto progresismo?

No sé qué hará el Tribunal Constitucional si le llega la amnistía. Bastantes piensan que se escindirá en triste y previsible automatismo, pero dará luz verde y amen. Quien esto escribe, que tanto afecto y respeto guarda por esa institución, desearía una sentencia ejemplar, pronta, unánime y bien fundada. Se juega mucho el Tribunal y todo está por ver. Una cosa parece clara: la amnistía, reliquia antigua como el brazo de Santa Teresa puede suscitar aún devoción. Pero sería gran impostura aceptar que sea «progresista» y no un fardo de tiempos superados. Por higiene mental, honestidad intelectual y rigor histórico mejor sería reconocer que es un retroceso para el Estado de derecho y un anacronismo. La amnistía sigue siendo una gracia para súbditos. ¡Vaya gracia! ¡Menudo progreso!