- La vida pública ha perdido sus puntos de encuentro institucionales y cada vez son más los que desprecian una magnífica obra política que fue mérito de todos
Virginia Giuffre, que se suicidó el pasado abril a los 41 años, fue una chica californiana de adolescencia atormentada, víctima de abusos y con paso por varias casas de acogida. Finalmente, se reunió en Florida con su padre, que trabajada en labores de mantenimiento en la mansión de Trump en Mar-a-Lago.
La muchacha comenzó a trabajar en un club privado del empresario neoyorquino, en la zona del spa, donde conoció a la proxeneta inglesa Ghislaine Maxwell, hija de un magnate de la prensa. Ghislaine introdujo a Virginia en el círculo de Jeffrey Epstein, un pedófilo de amplísima agenda social, y se convirtió en parte de la mercancía humana con que agasajaba a la crema social que lo frecuentaba. Entre los amigos de Jeffrey figuraba el Príncipe Andrés, que mantuvo relaciones con Virgina cuando era menor, lo cual le ha costado muchos años después todos sus títulos y prebendas.
Tras escapar del círculo de abusos, Virginia Giuffre acabó denunciando a Epstein y Maxwell. Además, en 2022 decidió llevar a los tribunales estadounidenses al mismísimo príncipe Andrés. Pero entonces ocurrió algo sorprendente. La mujer retiró su denuncia. El gran diario conservador y monárquico The DailyTelegrah destapó el motivo: Andrés había comprado el silencio de su víctima pagándole una fortuna, más de doce millones de euros. Pero el príncipe no poseía caudales para semejante apaño. El periódico contó que el dinero se lo había dado su madre, la mismísima Isabel II.
Imagínense que el Juan Carlos I otoñal hubiese abonado doce millones para comprar el silencio de una menor víctima de un abuso sexual de uno de sus hijos. No estaría exiliado en Abu Dabi. Lo habríamos desterrado directamente a Santa Elena, como Napoleón.
¿Y qué pasó en Inglaterra? Pues que su establishment –medios, partidos, intelectuales– se pusieron de acuerdo de manera tácita para pasar de puntillas sobre el grave error de juicio de Isabel II, porque aquel año se celebraban sus 70 años en el trono, el Jubileo de Platino. Era una importantísima efeméride de Estado y una ocasión de proyectar el poder blando británico, así que no podía ser mancillada por las andanzas de Andrés y la errada compasión de su madre.
En España hubo un tiempo no tan lejano en que existía un cierto sentido de Estado, que se anteponía a las miserias humanas ineludibles a nuestra condición. Pero ha sido dinamitado. Hoy tenemos uno de los países con la vida pública más encabronada del mundo y de menos respeto a sus instituciones y a la propia nación.
En noviembre de 2000, con Aznar como presidente y Zapatero como flamante líder de la oposición, se celebró el 25 aniversario de la coronación de Juan Carlos I y la llegada de la democracia. El 21 de noviembre, en vísperas de la fecha, ETA cometió en un garaje de Barcelona el crudelísimo asesinato a tiros de Ernest Lluch, un exministro del PSOE que paradójicamente abogaba por el diálogo con la banda. El acto central del 22 de noviembre se mantuvo. Diputados y senadores se reunieron en sesión solemne en el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo. Acudieron todos los presidentes autonómicos y políticos de todos los colores (Fraga, Carillo, Pujol, Anguita, Rubalcaba, Roca…), amén de los expresidentes. Solo faltó Ibarretxe, porque quería asistir a los actos por Lluch en Barcelona, pero envió un telegrama de felicitación a la Corona y al monarca. Por supuesto, el discurso del Rey fue larga y calurosamente aplaudido.
Veinticinco años después, el partido de aquellos asesinos de ETA es un socio preferente del PSOE. La Casa del Rey ha organizado un acto en el Congreso por el 50 aniversario y no acudirá Juan Carlos, ni tampoco la mayoría de los partidos. De hecho solo estarán allí PSOE y PP. Han dado el plante los comunistas, los separatistas, el PNV, y ni siquiera asistirán Coalición Canaria y Vox (partido que debería hacerse mirar esa cierta pulsión antimonárquica que le está entrando y que lo acerca al mundo antisistema del «no» como divisa).
Aun sufriendo como sufrimos una situación de ataque a nuestra democracia a manos de Sánchez, no creo que sea nada bueno tener un país donde ya no se respetan ciertos marcos institucionales de mínima convivencia de todas las sensibilidades. También resulta deprimente que casi todos los partidos escupan sobre la obra de la Transición, cuando fue de lo más constructivo que hemos hecho políticamente los españoles en los últimos sesenta años.
En la era de las redes, el efectismo-influencer, los latiguillos facilones y el desprecio a todo lo que suene estable –y, por tanto, aburrido–, entiendo que vende más darle patadas en la espinilla a todo lo que se mueve que ser un aburrido y moderado burgués bipartidista. Ya lo decía el lema vital de Mark Zuckerberg: «Muévete rápido y rompe cosas». Pero aquí estamos rompiendo demasiadas y demasiado rápido desde que el infausto Zapatero abrió un día la caja de pandora de un revisionismo vengativo y venenoso.