MIGUEL ESCUDERO-EL CORREO
  • Hay que prever el terreno tramposo que nos circunda, para hacer siempre lo mejor posible para el progreso de todos
En el libro ‘Una violencia indómita’, Julián Casanova alude al plan que se desarrolló en la llamada República Democrática Alemana (RDA) para destruir todo vestigio de la sociedad civil, tras la derrota del III Reich. Una de las directrices del jefe comunista Walter Ulbricht era que la política del partido debía «parecer democrática, pero debemos tenerlo todo bajo control». Para esta tarea antidemocrática contaba con unos ‘revolucionarios de profesión’ y unos jóvenes seguidores, entusiastas hasta el paroxismo, que, después del horror vivido, creyeron en el futuro radiante que se les prometía. No tenían ni idea de qué se trataba aquello, pero tanto daba cuando se estaba tocando poder.

El historiador aragonés destaca que el despliegue de la hegemonía soviética sobre la Europa del Este fue casi un calco del efectuado por los nazis. Hubo una serie de anexiones desde el Báltico hasta Rumanía, con expulsiones y desplazamientos de población, mientras se iba imponiendo la dictadura del partido comunista. Hubo un proceso de desnazificación y sovietización, controlado por una administración militar a cuyo control nada escapaba, supervisado por una implacable policía política; los prisioneros sufrían malos tratos y violencia extrema. Se pretendía la destrucción total del enemigo, previamente deshumanizado. Aquella Alemania volvía a estar resuelta a limpiar y destruir, obsesionada con registrar y clasificar. El sistema totalitario usaba ahora otros uniformes.

¿Se tiene idea clara de todo esto entre los jóvenes, les puede importar lo que pasó en Europa o las cosas que pasan y se están incubando? ¿Sirve de algo denunciar la potencia destructora de la manipulación de masas y la perversión del poder? Yo creo que sí, porque al menos queda dicho, para quien quiera escuchar. En cualquier caso, conviene ser persuasivo y pedagógico, ya que cuando se consiente la brutalidad crece la sinrazón hasta una excitación extrema y se acaba por llegar a un ‘silencio forzado’: un no atreverse a rechistar, por la cuenta que trae, ante quien ordena y manda como le da la gana.

Tengo la certeza de que nunca hay que cansarse de combatir la desorientación y la ignorancia, en cualquiera de sus formas. Hay que interpretar los hechos -pasados y presentes, vividos o no- con afán veraz, con un sentido crítico sólido; lo que demanda prudencia para no equivocarse, ecuanimidad para no deslizarse por la ideología, y distinguir cuándo hay dudas y no pruebas concluyentes. Este hacer intelectual conforma un hábito de rigor y de confianza, y es el único que ofrece un crédito aceptable.

Leo al periodista suizo Raphael Minder, que lleva en nuestro país más de diez años como corresponsal de ‘The New York Times’. En su libro ‘¿Esto es España?’ refiere de pasada que no hace mucho habló en Barcelona con un grupo de niños (imagino que serían al menos adolescentes) que le aseguraban que su ciudad había encabezado la resistencia contra Franco durante la Guerra Civil. Y remarca: «Cuando les dije que las tropas de Franco entraron en Barcelona en 1939 dos meses antes que en Madrid no me creyeron». Ningún comentario más. A mí se me ocurren algunos, que empezaré formulando con unas preguntas.

¿Es una anécdota casual, es significativa? ¿Aquel grupo de ‘niños’ eran de un mismo colegio o instituto? ¿Fueron hipnotizados por sus libros de texto, por sus profesores, por una tele, por sus padres, por todos ellos juntos? ¿O bien ni siquiera pueden recordar que alguien les dijera eso, y su estado de error se debe a ‘lo que ya se sabe’ y no necesita nada más: Cataluña fue derrotada por el Estado español; por las tropas franquistas (o españolas) que oprimieron a los catalanes e intentaron hacerlos desaparecer como pueblo?

Una vez absorbida, esta creencia se convierte en un ‘hecho’ y no admite discusión. Está claro que al arraigar un disparate como este, todo queda dislocado en la exaltación. Y se transforma en un manantial contaminado, que genera un sufrimiento falso (por estar basado en una falsedad) que, en su delirio, legitima el negarse a escuchar voces que no sean ecos de su sociedad excluyente y ‘agredida’.

El anarquista reusense Joan García Oliver, ministro de Justicia con Largo Caballero, insistió desde México en que ningún soldado republicano dio su vida para esclavizar a Cataluña o al País Vasco, como pretendían los nacionalistas, sino por la libertad de España entera y por «la realización de una profunda justicia social». En cualquier caso, la verdad siempre debería ser un objetivo de cada uno de nosotros. Hay que prever el terreno tramposo que nos circunda, para no caer en él y evitar males mayores, pero también para hacer siempre lo mejor posible para el progreso de todos.