Cristian Campos-EL ESPAÑOL

 

En Cataluña no existe fascismo porque el nacionalismo le ha robado toda su clientela. Es lo que hizo ETA en el País Vasco transformando la pulsión totalitaria de sus jóvenes –el fascismo es una droga para adolescentes de la que muchos no se desenganchan jamás– en xenofobia hacia los españoles.

La única diferencia es que la xenofobia de ETA, a diferencia de la de Sabino Arana hacia unos españoles que parían a Diego Velázquez en la Sevilla de 1599 mientras sus antepasados aún andaban fabricando flautas con cuernos de carnero, era socialista y no burguesa. Un nacionalista es sólo un fascista que se toquetea las raíces. Que estas carguen a la derecha o la izquierda es en el fondo lo de menos.

En 1966, los fascistas catalanes aclamaban a Franco durante la visita del Caudillo a Berga y en 2020, sus nietos andan todos en ERC y JxCAT. Prueba de ello es ese golpe de Estado contra la democracia –ensoñación lo llamó el Tribunal Supremo– que ambos partidos ejecutaron en 2017 y que no fue más que la versión 2.0 de los dos golpes contra la República que el catalanismo dio en 1934 y 1936.

En realidad, Cataluña siempre ha sido una tierra a la búsqueda de caudillo y nunca tantos catalanes fueron tan felices como durante los 40 años del franquismo. La decadencia de la Cataluña actual, a la que con tanto entusiasmo se están sumando Baleares y Valencia, no se comprende sin saber:

Primero, que la democracia es el cacahuete del nacionalismo. Una leve traza de ella hace que este empiece a ahogarse en sus propias miasmas.

Segundo, que un nacionalista catalán sin caudillo es un barco al pairo.

Tercero, que ni Artur Mas ni Carles Puigdemont dieron la talla en el caudillómetro.

En cuanto a Maragall y Montilla, sólo fueron los Neville Chamberlain catalanes, si Neville Chamberlain hubiera sido no sólo un apaciguador, sino también un convencido.

Que en Cataluña no existen fascistas porque su lugar ha sido ocupado por los nacionalistas no lo digo yo, sino el historiador Enric Ucelay-Da Cal, al que entrevisté en julio de 2018. Como la diferencia entre fascismo y nacionalismo es trabajo para taxonomistas del totalitarismo y no para periodistas, aproveché para pedirle una definición coloquial de fascismo.

«El fascismo tiene una chulería única, diabólica. No hay otro movimiento político en el siglo XX que asuma sin rubor, como lo hace el fascismo, su propia demonización. Es más: si te encuentras con alguien que dice ser fascista, pero se ruboriza frente al mal, es que no es un fascista, sino un conservador disfrazado. Lo que marca el fascismo es el desacomplejamiento» contestó Ucelay-Da Cal.

«Un fascista es alguien al que le llamas fascista y te responde ‘sí, ¿y qué?» añadió luego mientras levantaba la barbilla y giraba las palmas de las manos hacia el cielo para caricaturizar el gesto que suele acompañar a la frase.

Es una buena definición. El «¿y qué?» es la chulería de los que ni siquiera necesitan justificar su rechazo de los valores básicos de una democracia porque allí hacia donde ellos se dirigen, esas superfluosidades no tienen ninguna importancia.

Ese «¿y qué?» se está oyendo mucho últimamente por España. Se oye cuando se le reprochan a ETA sus crímenes, cuando se le afea al Gobierno su falta de transparencia o cuando se censuran los ataques de Podemos, ERC y EH Bildu a los jueces, a la prensa, a la oposición, a la Corona y a la democracia constitucional misma.

La última moda en la izquierda regresiva consiste en llamar golpistas a los que ponen pie en pared frente a esa deriva autoritaria. Supongo que también el desembarco de Normandía fue un golpe de Estado desde el punto de vista de Gerd von Rundstedt.

Ese «¿y qué?» es también la mano en el bolsillo de Gabriel Rufián en la tribuna del Congreso de los Diputados. Para los republicanos, el Parlamento es sólo una molesta formalidad burocrática. Como la de obligar a los ciudadanos a rellenar las urnas de votos cuando estas podrían llegar ya llenas de fábrica, como ocurrió el 1 de octubre de 2017. ¿Amañadores de referéndums ilegales? No, hombre, no: pioneros de la Nueva Normalidad.

Es el desafío con el que los economistas de cabecera de Podemos, esos que proponen dibujarle dos o tres ceros de más a los billetes de 50 euros para que todos los españoles seamos ricos, responden «¿y qué?» cuando se les razona que incentivar la okupación, amparar el impago de los servicios básicos y elevar la presión fiscal hasta extremos confiscatorios sólo conducirá al colapso de la economía española.

Es el «¿y qué?» con el que responden algunos tertulianos de TV cuando se les responde que Podemos, ERC o EH Bildu son tan extrema izquierda como Vox extrema derecha. El mensaje, incoherencia arriba incoherencia abajo, es que todos los extremismos son cancerígenos menos los de la izquierda, que no sólo son buenos sino sanadores.

«¿Y qué?» es todo lo que que sale de la boca de Pablo EcheniqueAdriana LastraLaura BorràsOskar MatuteJoan BaldovíDolores Delgado o Rafael Simancas.

«¿Y qué?» es la respuesta por defecto de la izquierda realmente existente a la degeneración económica, social e institucional provocada por su agenda política. Parece que la chulería ha cambiado de bando. Aunque lo más probable es que nunca hayan existido dos bandos. Siempre han sido los mismos.