La imagen del energúmeno Ortega Smith refiriéndose a ‘las 13 Rosas’ me ha evocado aquella de Donald Sutherland en Novecento de Bertolucci, cuando para mostrar su implacable carácter de fascista aplasta con la cabeza a un gato atado a un árbol con la correa de su cinturón y luego engallarse delante de todos con la sangre del felino surcándole la frente. La misma violencia criminal sedimentada, el mismo furor impostado exhibiéndose con esa ferocidad reprimida que lleva dentro, a la espera de cualquier oportunidad para proclamarla como signo de bravura. Si aquella que reconstruyó Bertolucci era frente a un animal indefenso, la de este fanfarrón al que le suda el bigote que no tiene, es la representación de esa derecha salvaje de la que no hay país que se libre, porque está en el lado oscuro del ser humano, como las almorranas.
Las ’13 rosas’ fueron una leyenda oculta de la criminalidad del franquismo en los años primeros de posguerra. Jovencísimas militantes de las JSU (Juventudes Socialistas Unificadas) constituían un grupo que ayudaba en lo que podían a los centenares de presos en las cárceles del Madrid, entre los que se encontraban en más de un caso sus hermanos, familiares o novios. Era el terrible, casi apocalíptico Madrid de apenas terminada la Guerra Civil, en la entraña del hambre y la represión. La mayor contaba con 21 años y la más joven 18. Desenmascarar al felón que dice de ellas que violaron y torturaron no merece ni una línea.
El único alegato del tribunal para llevarlas al paredón es que no apoyaban al Glorioso Movimiento Nacional que acababa de ganar la guerra
Pasaron por aquellas antesalas de la muerte que se llamaban “juicios sumarísimos” y fueron fusiladas en las tapias del Cementerio del Este el 5 de agosto de 1939. El único alegato del tribunal para llevarlas al paredón es que no apoyaban al Glorioso Movimiento Nacional que acababa de ganar la guerra. Mi primera colaboración periodística se la dediqué a ellas dentro de una serie de desenmascaramiento del comisario de policía Roberto Conesa que se exhibía entonces como un defensor de la paz y el orden. Se publicó en marzo de 1977 y aún no había Constitución ni se habían celebrado las primeras elecciones en 40 años. Se titulaba ‘El super agente Conesa’ y se editó en varias entregas en el único periódico que la aceptó, Diario 16. Las gestiones para que apareciera en El País se saldaron con un fracaso cuando el director adjunto entonces, Darío Valcárcel, que compartía el mando con Juan Luis Cebrián, tras haber leído los artículos proponía una buena soldada… pero no garantizaba que se fueran a publicar. Como la condición primera era la de que aparecieran, busqué otro acomodo. En aquellos tiempos de la primera transición el mundo periodístico estaba tanto o más comprometido que el de hoy ante las fuerzas políticas dominantes.
Roberto Conesa era una especie de Villarejo, con la diferencia de que sus manejos, manipulaciones, su pasado en definitiva, formaba un currículo que ocultaba su tortuosa biografía de sádico torturador —sería el maestro de González Pacheco ‘Billy el Niño’, que trabajó a sus órdenes—. Ahora que se prodigan las series televisivas sería una excelente y pedagógica idea la de seguir los vericuetos de este criminal con placa de comisario.
‘Las 13 Rosas’ significaron el ingreso de Roberto Conesa en el manual delictivo de la represión. Con un pasado vinculado durante la Guerra Civil a las JSU, mozo de una tienda de ultramarinos que casó con la hija del dueño, Conesa se sirvió de sus contactos en la izquierda para la detención del grupo de ayuda a los presos, ‘el Expediente de las Menores’, luego conocido como de ‘las 13 Rosas’.
Sus piezas más atendidas como confidente fueron primero la red de solidaridad entorno a esas menores y posteriormente con Pilar Cotarelo, persona vinculada a la izquierda y a la intelectualidad liberal superviviente. La mezcla de relaciones personales y políticas, en su objetivo de servirse de confidencias para descargar la represión sobre ellas, fue una de las marcas de la casa Conesa, que usó tanto en el caso de las Rosas tronchadas como en el de Pilar Cotarelo, madre por cierto del megalómano y descerebrado Ramón García Cotarelo, quien se retiró el García de su padre, Paulino García Moya, fundador de la facción maoísta del PCE y luego guerrillero en Colombia. Su hijo Ramón, es ahora vocero del independentismo catalán, como antes lo fue de los grupos a la izquierda del PCE que acabarían en el PSOE de Felipe González, luego formó cuadrilla en la secta de Alfonso Guerra donde ejerció de propagandista del olvidado Programa 2000 junto al hoy también catedrático Manu Escudero, éste procedente del Movimiento Comunista y ahora gurú económico del funcional presidente Sánchez.
Es verdad que la izquierda española sufre de fiebres palúdicas que se le aparecen cuando cree estar más estabilizada, pero la derecha no acaba de encontrar su sitio
La despreciable referencia de Ortega Smith a ‘las 13 Rosas’ obliga a afrontar la reaparición de la extrema derecha en España, la misma que fue dominante durante los 40 años de dictadura. Es verdad y no nos hemos cortado de señalarlo que la izquierda española sufre de fiebres palúdicas que se le aparecen cuando cree estar más estabilizada, pero la derecha no acaba de encontrar su sitio, un lugar político en el que se sienta cómoda incluso cuando gobierna. Hasta el día de hoy se oculta que al presidente Adolfo Suárez le echó esa derecha, ante la impavidez de la izquierda que no acababa de creérselo. Si al PSOE de Sánchez no le quedan ni resquicios de lo que fue el PSOE, ni para bien ni para mal, al PP de Casado le sobran las huellas de sus fundadores de Alianza Popular -los Siete Magníficos del franquismo- y la marca indeleble de Aznar que los devolvió al poder y los embarrancó en un pozo de donde tratan de salir a duras penas. Pero los huerfanitos, casi como los enanitos de Blancanieves, aparecieron en el horizonte y cabalgando, como una pesadilla ya sufrida. Y esa salvaje oleada representa una parte de la sociedad dispuesta a todo para encanallarnos. No son un peligro, son una realidad.