Ignacio Varela-El Confidencial
Sánchez ya bordeó el desacato cuando ninguneó públicamente a la Junta Electoral Central y afirmó que, dijera esta lo que dijera, para él Torra sigue siendo presidente de la Generalitat
“Lo que hicimos en otoño de 2017 estuvo bien hecho. Lo hicimos para volver a hacerlo”.
“Hay un sistema judicial y un aparato del Estado de marcados tics franquistas. El Estado se esfuerza a diario en demostrar que es digno heredero de la dictadura”.
“El Tribunal Supremo no tiene razón en nada”.
“Será un placer cruzarme con los socialistas catalanes cuando salga de aquí y ver si aguantan nuestras miradas”.
“La gobernabilidad de España es estratégica para ERC”.
“El apoyo a los Presupuestos está condicionado a los avances en la mesa de diálogo. Pedro Sánchez tiene que demostrar que está dispuesto a ceder”.
“El objetivo es y será la independencia. Y caerá por su propio peso: solo hay que trabajar para convencer a más gente”.
(¿Engañaron a los catalanes?). “…Y una mierda. Y una puta mierda. Dijimos la verdad: que el ‘procés’ tenía que terminar en la independencia. Gracias a lo que hicimos, nos hemos ganado el derecho a repetirlo”.
(Oriol Junqueras, entrevista publicada en ‘El País’ el 18 de enero)
Quien así se expresa —chulesco, desafiante, chantajista y transparente como el agua clara— es hoy un presidiario que cumple condena por sus delitos (por poco tiempo, si de este Gobierno depende). Efectivamente, el lenguaje es propio del lugar en el que está. Una conversación con un capo de la mafia calabresa desde su celda tendría un tono similar.
Pero este mismo sujeto resulta ser también socio político del Gobierno de España. El que hizo presidente a Pedro Sánchez en dos ocasiones. El que lo ha atado a una mesa y le previene de que seguirá necesitando los certificados de buena conducta que él le expedirá… o no, según cómo se porte. El núcleo del tabernario mensaje es inequívoco: eres presidente porque yo lo he querido, pero políticamente no eres un hombre libre. De hecho, tú dependes más de mí que yo de ti.
Desde que la ministra Delgado, próxima fiscal general del Gobierno, ordenó a la Abogacía del Gobierno que pidiera para el recluso Junqueras libertad de movimientos por todo el territorio de la Unión Europea, hasta que en el día de ayer la ministra de Defensa (¿tenía que ser precisamente la de Defensa?) salió a respaldar al inhabilitado Torra, en los últimos meses no ha habido una sola ocasión en que el Gobierno de España haya dejado de acudir en socorro de los independentistas y desairar —cuando no descalificar abiertamente— a los órganos de la Justicia.
Es gravísimo que en el largo forcejeo entre la Justicia y quienes desafiaron la Constitución, el Gobierno se alinee sistemáticamente con estos. Pero aún peor es la impresión de que lo hace al dictado, pagando religiosamente los peajes que se le van pasando al cobro desde Lledoners. Incluso en los casos en que nada lo obliga a pronunciarse (salvo la exigencia del preso más poderoso de España, dispuesto a no dispensarlo de ningún sonrojo).
Había que consumar la investidura a toda prisa antes de que el Tribunal Supremo decidiera mantener a Junqueras en prisión. Había que filtrar lo de Delgado como fiscal jefa sin esperar siquiera a que hubiera un ministro de Justicia para dejar claro que la cacicada era cosa de Pedro y solo de él. Y había que anticipar una confusa reforma del Código Penal de la que no está escrita ni una línea, pero se sabe el final: se ponga el Supremo como se ponga, presos a la calle cuanto antes. Ahora hay que acelerar como sea la foto con Torra antes de que la inhabilitación sea irremediable.
El presidente de la Generalitat comete un acto de desobediencia (uno más) y un tribunal lo condena y lo inhabilita. Mientras él recurre, la Junta Electoral aplica un precepto legal y le retira la condición de diputado autonómico. El interesado reclama al Supremo que suspenda cautelarmente esta decisión y este se lo deniega. En consecuencia, técnicamente, en este momento Torra no es diputado del Parlament.
La pregunta es: ¿qué diablos pinta el Gobierno en este enredo? ¿No se han metido Sánchez, Calvo, Ábalos y Lastra en suficientes charcos jurídicos para embarrarse en uno más, en el que no son parte ni nadie les ha pedido opinión? ¿Era necesario salir también esta vez desacreditando a los jueces y dando la razón al orate carlista que ocupa un despacho prestado en el Palau Sant Jaume?
Sánchez ya bordeó el desacato cuando ninguneó públicamente a la Junta Electoral Central y afirmó que, dijera esta lo que dijera, para él Torra sigue siendo presidente de la Generalitat y que se apresurará a rendirle visita como tal. Insistir en ello tras la decisión de este jueves del Supremo es jugar con fuego. ¿Es que este presidente conoce alguna forma de actuar que no sea la permanente y ciega fuga hacia delante?
Ahora se discute si, al perder la condición de diputado, Torra ha perdido también la de presidente, ya que el Estatut vincula ambas condiciones. La discusión es intrincada y, probablemente, desembocará en nuevas bravatas y actos de insumisión. Que lo resuelvan los órganos competentes. Pero mientras tanto, un elemental sentido de la prudencia institucional debería aconsejar al Gobierno mantenerse al margen de la querella. Lo que conduce a aplazar esa visita de pleitesía a Barcelona, que no tiene otro objeto que seguir pagando los plazos atrasados de la investidura y los anticipos del voto a los Presupuestos.
Pedro Sánchez es muy libre de opinar que, mientras la sentencia que lo inhabilita no sea firme, Torra no debería ser privado de su cargo (personalmente, coincido con ese criterio). Pero basta que la cuestión esté en pleno litigio para que un presidente responsable se abstenga de todo pronunciamiento o actuación que suponga una interferencia en un terreno que ni le compete. Sobre todo si, como siempre últimamente, la interferencia legitima a quien desafía al Estado y desautoriza a quien lo defiende.
El problema de fondo es que las alianzas políticas que ha trenzado el PSOE para obtener el poder y sostenerse en él no solo cortocircuitan cualquier vía razonable de comunicación con la oposición sino que arrastran inevitablemente al Gobierno a un choque permanente con el resto de las instituciones. Especialmente, con el poder judicial.
Es lo que sucede cuando la conveniencia política del Gobierno diverge drásticamente del interés del Estado.