EDGAR MORIN-EL PAÍS
- Para salvarse, Ucrania tiene que liberarse de la invasión rusa, pero también del antagonismo entre Rusia y Estados Unidos. Es necesario un acuerdo de neutralidad para no seguir avanzando hacia la tercera guerra mundial
Vivimos una paz bélica, con el cuerpo en paz y la mente entre bombas y escombros. Atacamos de palabra al enemigo que nos amenaza, pero dormimos en la cama, no en un refugio.
Y, sin embargo, también estamos en la guerra de verdad —aunque no en combate—, enviando armas y municiones.
La guerra de Ucrania se ha ido internacionalizando. Primero fue la ayuda humanitaria a la población víctima de la agresión rusa, luego la alimentaria y ahora la ayuda militar, las armas, primero defensivas y luego contraofensivas, cada vez más y de más calidad, sobre todo gracias a la enorme aportación de Estados Unidos y de la mayoría de los países de la Unión Europea.
La estrategia del Ejército ruso es implacable.
Es heredera de la de Zhukov durante la II Guerra Mundial, con los temibles bombardeos de artillería contra el ejército enemigo y también contra las ciudades que querían capturar; el ejemplo supremo fue la destrucción total de Berlín con la artillería pesada. El avance soviético hacia Alemania —como pasa con todos los ejércitos victoriosos, aunque nunca de forma tan terrible— dejó un rastro de asesinatos y violaciones. Lo supimos entonces, pero no quisimos denunciarlo y lo explicamos como la venganza soviética por todos los sufrimientos y las muertes que había causado la Alemania nazi.
En Ucrania, un pueblo que, si no hermano, es al menos primo del ruso, nos preguntamos si los asesinatos y las violaciones se deben al desorden de algunas tropas, la furia del fracaso o el deseo de aterrorizar.
Todavía no sabemos si la intención original de Putin era decapitar Ucrania con los primeros ataques para que cayera como una fruta madura. Parece que el objetivo actual, vista la resistencia ucrania, es conquistar de forma permanente las regiones del Donbás y la costa del mar de Azov. En estos momentos, la lucha es encarnizada e incierta: la ofensiva rusa es potente, pero el Ejército ucranio, en guerra desde 2014 contra los separatistas rusófilos, ha construido unas fortificaciones profundas y escalonadas que, hasta ahora, están frenando los titubeantes avances rusos.
Salvo que haya un golpe de Estado en el Kremlin, o una embestida militar definitiva, o un golpe de teatro diplomático (alto el fuego, acuerdo de paz), parece que la guerra será larga y cada vez más intensa, con más armas occidentales y con el endurecimiento de las represalias rusas.
La guerra es cada vez más internacional. Occidente, encabezado por Estados Unidos, declara que no está en guerra con Rusia, pero su intervención militar del lado de Ucrania es una guerra indirecta, además de la guerra económica, acentuada con el aumento de las sanciones.
Estamos en plena escalada, con nuevos bombardeos, nuevas acusaciones mutuas, nuevas oleadas de mutua criminalización. La guerra indirecta dentro de la guerra de Ucrania puede extenderse en cualquier momento, con bombardeos deliberados en territorio ruso o europeo.
Además, Putin ha vuelto a anunciar que, si se traspasa un umbral no especificado de hostilidad o injerencia contra Rusia, habrá una respuesta “rápida y fulminante”, y ha mencionado un arma decisiva, desconocida de todos y que solo posee Rusia.
Estados Unidos y sus aliados no se toman en serio esta amenaza con el argumento aparentemente racional de la Guerra Fría de que, si Rusia quiere aniquilarnos, la aniquilación sería mutua. Este argumento no tiene en cuenta los accidentes ni la irracionalidad. El accidente sería el lanzamiento involuntario de un artefacto nuclear contra el posible enemigo, que desencadenaría una respuesta nuclear inmediata.
La irracionalidad es la de un dictador furioso o en estado de delirio.
En cualquier caso, es probable (aunque puede suceder lo improbable) que en esta deriva la guerra acabe extendiéndose a otros países europeos y haya un intercambio de misiles intercontinentales entre Rusia y Estados Unidos, pero sin que Europa se libre. El resultado lógico sería una tercera guerra mundial, distinta, con armas nucleares tácticas de alcance limitado, drones y la ciberguerra para destruir las comunicaciones que sostienen las sociedades.
Y otra cosa importante: la guerra hace que en los países involucrados se instauren controles, vigilancia, la eliminación de toda opinión fuera de la línea oficial y la propaganda para justificar los actos propios y criminalizar al enemigo. La Rusia de Putin ya era un Estado autoritario presidido por un dictador y la guerra ha agravado el control y la represión, no solo contra quienes se oponen a la agresión, sino incluso contra quienes se permiten dudar. En Ucrania, la búsqueda de espías y terroristas ha derivado en el control de la población, el ocultamiento de los excesos cometidos por algunos soldados o por los banderivtsi y, además de denunciar los atropellos reales, la propaganda desatada contra un enemigo totalmente criminalizado. En Francia, no somos beligerantes y nos sentimos arropados por los últimos momentos de paz, pero no nos llegan más que las mentiras de Putin y las imágenes de la destrucción que produce.
Estamos ante la escalada de la falta de humanidad y el hundimiento de la humanidad, la escalada del simplismo y el hundimiento de la complejidad. Y, sobre todo, la escalada hacia una guerra mundial que supone el hundimiento de la humanidad en el abismo.
¿Podemos escapar de esta lógica infernal?
La única posibilidad sería un acuerdo que garantizara la neutralidad de Ucrania. Quizá un referéndum para decidir sobre las regiones rusoparlantes del Donbás. Crimea, una región tártara parcialmente rusificada, merecería un estatus especial. Las condiciones para lograr un acuerdo, aunque sea difícil, están claras. Pero es evidente que la radicalización y la escalada de la guerra disminuyen las posibilidades. La situación geopolítica de Ucrania y su riqueza en trigo, acero, carbón y metales raros la convierten en presa de los grandes depredadores, las dos superpotencias. El giro de Ucrania hacia Occidente después del Maidán provocó la agresión rusa, y esta ha provocado el apoyo a una nación invadida y el deseo de integrarla en Occidente, lo que quería una mayoría de ucranios.
Ucrania es víctima de Rusia, pero también del deterioro de las relaciones entre las dos potencias, incluida la ampliación de la OTAN, que a su vez se debe a la preocupación por la guerra rusa en Chechenia y la intervención militar en Georgia.
Para salvarse, Ucrania tiene que liberarse de la invasión rusa, pero también del antagonismo entre Rusia y Estados Unidos. Eso permitiría a la Unión Europea liberarse también e intentar vincular seguridad y autonomía. Las sanciones contra Rusia, además de golpear duramente al régimen de Putin y al pueblo ruso —no se sabe hasta qué punto—, se vuelven en parte contra quienes las imponen: no solo corre peligro el abastecimiento de energía y alimentos, sino también, vistas la inflación y las restricciones que se avecinan, la economía y toda la vida social: una crisis económica siempre genera retrocesos autoritarios y la instauración de sociedades sumisas.
La Rusia de Putin es un régimen autoritario abominable. Pero no es la Alemania de Hitler; su hegemonismo paneslavo no es el deseo de Hitler de colonizar Europa y esclavizar a los pueblos racialmente inferiores. Equiparar a Putin con Hitler es excesivo.
Vivimos en un mundo dominado por los antagonismos de las superpotencias y entregado a los delirios religiosos, étnicos, nacionalistas y racistas. Por repugnantes que nos resulten en varios aspectos, la paz entre ellas es una condición indispensable para evitar una catástrofe general. Así que tenemos que alcanzar un acuerdo. No salvará a la humanidad, pero sí le dará un respiro y tal vez una esperanza.