Luisa Etxenike, EL PAÍS, 1/8/2011
Creo que Europa necesita pasarse una forma de escáner por sus principios y valores; darse así la oportunidad de remediar, en tiempo real, las posibles, probables, patologías. Las posibles, probables, inmunodeficiencias democráticas, las bajadas de defensas morales por donde puede colarse la infección de los extremismos.
Esto «no tiene nombre» decimos y también que «no tenemos palabras» cuando algo nos parece particularmente atroz o abyecto. Y ahora cuesta encontrar enunciados para dar cuenta justa de lo que acaba de suceder en Noruega: decenas de jóvenes asesinados por un fanático; y del impacto que provoca el hecho de que esa matanza ha tenido un escenario «impensable», se ha producido en un país que, en muchos aspectos, tenemos por modelo de sociedad avanzada. La conmoción que está causando lo sucedido en la isla de Utoya tiene que ver, en primer lugar, con su atrocidad y sus dimensiones. Pero, también, con el hecho de que su autor se inserta en un brutal ideario de intolerancia identitaria que lleva tiempo apuntando signos en Europa. De este suceso espanta, desde luego, la tragedia misma; pero, además, la posibilidad de que tenga algo de punta de iceberg; de indicador de que un monstruo helado de totalitarismo pueda estar avanzando en Europa, por debajo del agua de sus apariencias.
Señales hay -y también sensaciones- suficientes que invitan a no tomarse el asunto a la ligera, sino, por el contrario, a considerar muy en serio el estado moral de Europa. Que indican que hay que hacerle a ese estado un diagnóstico minucioso, como el que, ante la sospecha de una dolencia grave, permiten los escáneres. Creo que Europa necesita pasarse una forma de escáner por sus principios y valores; darse así la oportunidad de remediar, en tiempo real, las posibles, probables, patologías. Las posibles, probables, inmunodeficiencias democráticas, las bajadas de defensas morales por donde puede colarse la infección de los extremismos. Cómo es Europa de vulnerable, en este momento, frente a los radicalismos excluyentes, a las xenofobias brutales, a las intolerancias totalitarias, debe evaluarse a conciencia, analizarse al detalle. Y analizar también, la forma que en cada país y en cada sociedad, adopta esa vulnerabilidad; cuáles son las fragilidades de cada cual, los resquicios por donde puede colarse con más facilidad la enfermedad.
Yo no puedo dejar de pensar que la máxima vulnerabilidad de la sociedad vasca se contiene en esos estudios que indican que un número importante (casi un tercio) de nuestros jóvenes o bien justifica la violencia o bien se muestra indiferente ante ella. Y en los datos que señalan que la xenofobia está calando también en un sector nada desdeñable de nuestra juventud. Insisto en que creo que en esto se concentra nuestra máxima vulnerabilidad. Y que no podemos desatenderla en ninguno de sus signos, por muy puntuales, insignificantes o deslocalizados que parezcan. Que debemos considerar esta vulnerabilidad con la agudeza y la ambición diagnóstica de un escáner. Conocer al detalle donde están los tejidos más frágiles, más permeables a la intolerancia; los virus más feroces contra la convivencia democrática; los argumentos más tóxicos contra un futuro social de pluralidad y respeto asumidos, convencidos.