- La deriva que estamos viendo en algunas democracias señeras como Francia o EE.UU. debería llevarnos a reconsiderar tanta animadversión de gatillo fácil
A veces se nos olvida, pero la Constitución Española también habla de los partidos políticos y recuerda que son un instrumento fundamental para la participación en un régimen democrático. Sin embargo, pareciera que los partidos son el chivo expiatorio favorito sobre el que cargar todos los problemas de funcionamiento de nuestras democracias. Los vicios del sistema se atribuyen a los partidos y los periodistas habitualmente nos referimos a ellos de forma crítica o despectiva.
Pero la deriva que estamos viendo en algunas democracias señeras como Francia o EE.UU. debería llevarnos a reconsiderar tanta animadversión de gatillo fácil. Se está demostrando que sin partidos fuertes y responsables no es posible una democracia de calidad. Piénsenlo la próxima vez que se animen a despotricar contra ellos. Una democracia necesita prensa libre, justicia independiente, instituciones neutrales, contrapoderes y controles, pero también precisa de partidos políticos capaces de canalizar, ordenar y dirimir pacíficamente el conflicto. Cuando no cumplen esta tarea principal, la democracia se resiente y mucho.
En EE.UU. los ciudadanos están abocados este año a una elección imposible entre dos ancianos: uno condenado por la justicia y otro cuyo deterioro físico y mental resulta indisimulable. Ni el partido demócrata ni el republicano han cumplido su obligación de presentar ante los ciudadanos a candidatos dignos de ser votados. En consecuencia, la primera potencia del mundo está ofreciendo una imagen de esclerosis y decadencia que no hace justicia a la pujanza del país.
En el Reino Unido, el partido conservador acaba de recibir el castigo que merecía su largo coqueteo con la irresponsabilidad y el dogmatismo. El populismo de Brexit liquidó la respetabilidad de la marca conservadora y sus dirigentes entraron en una espiral desquiciada en la que cada nuevo líder elegido venía a superar a su antecesor en incompetencia y soberbia. El partido laborista recorrió el camino inverso al purgar los excesos radicales y antisemitas de Corbyn. Starmer solo ha necesitado mantener la boca cerrada y no cometer errores para sentarse a ver pasar el sepelio de sus otrora todopoderosos rivales.
Si miramos a Francia vemos que la estrella de Macron se forjó sobre el colapso de los dos partidos sistémicos. Socialistas y republicanos, las grandes fuerzas de centro izquierda y centroderecha fueron canibalizadas por Enmanuel Macron y ahora ese proyecto puramente personalista ha sido superado a la vez por la extrema derecha y la extrema izquierda. Muchos de quienes esta noche se van a rasgar las vestiduras por el triunfo de Le Pen, son los mismos que hace unos años reclamaban para España un Macron castizo que nos librara del rancio bipartidismo. Felizmente no lo consiguieron.
Llevamos algunos años subidos a la montaña rusa del populismo, pero en España al menos seguimos contando con dos grandes partidos capaces de dotar de estabilidad al sistema si quieren. A diferencia de los demócratas americanos, el Partido Popular supo en su momento reemplazar un liderazgo averiado por otro ganador; el PSOE, por el contrario, vive sometido a un caudillismo tan tóxico como el de Trump y esa dependencia les augura un futuro tan negro como el de los conservadores británicos.