“La trampa de la deuda se cierne sobre Francia”. Así titulaba el pasado domingo Nicolas Baverez su crónica para Le Figaro. “Al anclar en la mente de los franceses la convicción de que el dinero público era ilimitado y gratuito, en un momento en que las condiciones de financiación de los Estados se habían tensionado de forma brutal, Emmanuel Macron enajenó la soberanía de Francia”, aseguraba el articulista. Las referencias a los riesgos que el fuerte endeudamiento del país vecino (por encima de los 3,050 billones) supone para su futuro son casi constantes en los medios de comunicación galos, algo que contrasta sobremanera con el silencio que rodea el endeudamiento público español, por encima ya de los 1,5 billones, la mitad que el francés para un PIB que es también la mitad del galo. Pero a nadie parece importar la deriva hacia el abismo de nuestras finanzas, y al que menos, desde luego, a este Gobierno de insensatos que encabeza Pedro Sánchez, aferrado al despilfarro de dinero público como única forma de hacer política y ganar adeptos para la causa del peronismo rampante que pretende. “Francia está en manos de las agencias de calificación, de los mercados y de nuestros socios europeos, y pronto se verá sometida a su ley de hierro”, terminaba su pieza Baverez. “Macron no tiene legitimidad para resolver la crisis de las finanzas públicas que él mismo ayudó a descontrolar. Pierre Mendès France señaló en su día que “las cuentas desordenadas son la marca de las naciones que se abandonan a su suerte”. Francia ha sido durante mucho tiempo una nación abandonada por sus líderes. Son los franceses quienes tarde o temprano pagarán el alto precio de su demagogia y su cobardía”. También lo pagarán los españoles.
Y a un precio muy alto. Porque Francia, con todos sus problemas a bordo, sigue siendo un país rico, con grandes empresas multinacionales, con una capacidad industrial –si bien bastante mermada- muy notable, y con unas élites –incluso políticas- sin parangón con las españolas. Es este nivel de riqueza el que explica la relativa impunidad de que goza la deuda francesa en los mercados, unido, obviamente, a su carácter sistémico para la moneda única y a la garantía implícita de la que viene gozando por parte de Alemania. Ninguna de esas ventajas ocurren –a excepción del riesgo para la estabilidad del euro- en el caso de España, un país que ha hecho del turismo su gran industria nacional, con un Gobierno dispuesto a liquidar (caso del automóvil) los restos de la industria con la que un día contó; un Gobierno que, contra el criterio general, se propone cerrar definitivamente sus centrales nucleares cuando la mayoría de sus socios se apresta a hacer lo contrario, y que, sobre todo, ha sumido al país en una crisis política de tal gravedad que amenaza seriamente la convivencia. Un Gobierno tan elefantiásico como ineficiente (Presidencia, 4 Vicepresidencias, 22 Ministerios, 36 Secretarías de Estado, otras tantas Subsecretarías de Estado y sus respectivas Secretarías Generales Técnicas, más un número incontable de Direcciones Generales, más un ejército de cargos menores, todos con su fiel infantería de asesores, y todo ello para una Administración central con cada vez menos competencias), que desde la llegada al poder de Sánchez ha incrementado la deuda pública española en 382.946 millones, a razón de casi 6.000 millones al mes, o 72.000 por año. Una deuda que aumenta a razón de 165 millones/día y equivale ya a 29.500 euros por habitante, 74.500 por hogar. Esclavos de la deuda.
Ninguna de esas ventajas ocurren en el caso de España, un país que ha hecho del turismo su gran industria nacional, con un Gobierno dispuesto a liquidar los restos de la industria con la que un día contó
Son datos que el think tank Juan de Mariana hizo públicos esta semana en su informe “El Día de la Deuda”, en el que fija la fecha a partir de la cual el conjunto de las Administraciones agota sus ingresos fiscales para poder hacer frente a sus gastos, de modo que tendrán que vivir a crédito hasta fin de año. Y ese “día de la Deuda” llegó este año el pasado 30 de noviembre, lo que equivale a decir que el Estado se verá obligado a financiar su funcionamiento vía crédito hasta fin de año, a vivir de prestado durante un mes entero generando déficit y deuda. “España lleva dos décadas con sus finanzas públicas en déficit, resultado de una crónica indisciplina presupuestaria definida por una constante e irracional expansión del gasto público”, escribía Lorenzo Bernaldo de Quirós días atrás. El volumen de la deuda española, en efecto, se ha disparado entre los años 2008 y 2022, pasando de menos del 40% del PIB a más del 110%, casi doblando ese 60% del PIB que las reglas fiscales de la Eurozona –suspendidas como consecuencia de la pandemia, pero que volverán a estar en vigor en 2024- fijan como tope máximo para los pasivos del Tesoro. Según el citado Instituto, cumplir con el objetivo del 60% supondría mejorar el PIB en 4,6 puntos o el equivalente a 62.000 millones, una suma colosal con la que sería posible, manejada por honestas manos, abordar la modernización de nuestro aparato productivo. De donde se colige que la acumulación de deuda está suponiendo un lastre muy importante para el desarrollo económico del país.
Se suele argumentar en contra de la deuda la inmoralidad radical que supone trasladar su amortización a las generaciones futuras, lo cual no deja de ser hasta cierto punto un lugar común si tenemos en cuenta que la vida media de la deuda española es de 7,9 años, lo que equivale a decir que somos nosotros mismos, los actuales “paganos”, los que a medio plazo seguiremos enfrentándonos al problema en forma de más impuestos. Particularmente grave es la situación de la Seguridad Social, cuya deuda se ha multiplicado por cinco en los últimos años, pasando de menos de 20.000 millones a más de 100.000, un agujero que se enmascara con las transferencias que llegan puntualmente vía PGE. En realidad, y según el Juan de Mariana, “pagar las pensiones exclusivamente con los ingresos del sistema supondría reducir casi en 60 euros la prestación media percibida mensualmente por los jubilados españoles”. Una situación como la someramente aquí descrita implica, para el gran José Luis Feito (“El sobredimensionamiento del Estado”, Vozpópuli, 3 de diciembre) la ineludible necesidad de, antes o después, “recortar o al menos reducir sustancialmente el ritmo anual de avance del gasto público, ya que la acumulación de deuda que entraña el diferencial persistente entre gastos e ingresos públicos será antes o después insostenible”.