EL CORREO 14/07/13
JUAN JOSÉ SOLOZABAL, CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL UAM
En el sistema británico nada impide la celebración de un referéndum de autodeterminación, mientras que ello no es posible en nuestro país
Como era de prever, en la crisis provocada por el secesionismo catalán es inevitable echar una mirada a Escocia, que, sobre la base de un acuerdo entre los Gobiernos escocés y británico, se dispone a celebrar un referéndum sobre la independencia en 2014. En el espejo escocés suelen mirarse los nacionalistas y no suele hacerlo el Gobierno español. Quizás en ambos casos se entiende equivocadamente la referencia.
La mirada a Escocia de los soberanistas catalanes es una mirada sesgada, lo que no puede extrañarnos demasiado si reparamos en el carácter emotivo que acostumbran a tener los planteamientos nacionalistas, descuidando el peso de los argumentos desfavorables aunque puedan ser razonables. Hay, en efecto, algo que diferencia la situación en Escocia y en España. Esto es, que en el sistema británico nada impide la celebración de un referéndum de autodeterminación, mientras que ello no es posible en nuestro país. Lo reconoció en su reciente visita a España Stéphane Dion, que señaló que en el Reino Unido, como en Canadá, no hay obstáculo constitucional a la celebración de un referéndum, pues en tales ordenamientos no se declara la indivisibilidad de la nación ni se residencia la soberanía en un pueblo homogéneo. Hay que decir que los límites jurídicos a la autodeterminación en el caso de España no empeoran necesariamente las posibilidades de nuestro autogobierno en relación con los sistemas con los cuales se establece la comparación. Así, ciertamente la consulta es posible en Escocia, como resultado del origen del Reino Unido en un tratado o la inexistencia de garantía constitucional de la unidad del Estado británico, pero no olvidemos que la autonomía escocesa puede ser suspendida (como lo fue la irlandesa) y que la ‘Scotland Act’ de 1998, como Estatuto de Escocia, no ha acabado con la supremacía del Parlamento británico en última instancia. Por lo demás las vicisitudes de la autodeterminación, que sólo pueden resolverse en términos procedimentales reformando la Constitución, no alteran el fondo del problema, que es la posibilidad de la independencia de Cataluña y aun de su inevitabilidad si tal fuese la voluntad de los catalanes. Pero ahora no se trata de discutir esta cuestión, que a mi juicio no tiene vuelta de hoja.
Además, la mirada al caso escocés tiene interés para la consideración de la crisis de Cataluña desde la óptica del Gobierno español, pues el Gobierno británico ha decidido implicarse en el debate sobre la independencia de Escocia, por lo que considera esencial que los ciudadanos dispongan de la información y los puntos de vista necesarios para adoptar su posición. Al respecto, el Ejecutivo británico ha publicado tres informes o papeles referidos, respectivamente, a la situación constitucional de Escocia tras la independencia y a la posición en ese hipotético escenario del Banco de Inglaterra y la divisa escocesa. El objetivo del primer informe (El ‘Scotland analysis’, de 108 páginas), es, sobre todo, mostrar la falta de justificación de la independencia, pues Escocia tiene en el sistema británico de la devolución un orden político muy ventajoso que conjuga la integración con el autogobierno. La integración en el Reino Unido les asegura a los escoceses «una voz en el mundo», dada la fortaleza del Estado británico; pero con la ‘devolution’ el Gobierno o el Parlamento de Escocia pueden tomar decisiones en un amplio espectro de áreas de política doméstica como la salud, la educación y la administración (‘policing’), de manera que se atienda las específicas necesidades de sus ciudadanos. El propósito del segundo y tercer informe es mostrar lo arriesgado de la apuesta de la independencia sin la garantía del Banco de Inglaterra, que no tendría motivos en la independencia para sostener al sistema financiero escocés si ello no conviniera al resto del Reino Unido, o en una situación en la que habrían de compartirse los problemas del euro o arriesgarse con una moneda propia o totalmente dependiente de la libra.
Visto desde la situación española, llama la atención la seriedad, bien democrática, con la que el Gobierno del Reino Unido se ha tomado el debate sobre la independencia, en el que interviene con una opinión sólida y argumentada. De manera que la estrategia del Gobierno no se cifra en aprovechar los puntos débiles de los secesionistas, o las querellas o contradicciones en las que estos incurran. No se teme tampoco que la defensa de la Unión pueda entenderse como una provocación desestabilizadora o como una injerencia en los asuntos de Escocia, pues obviamente la independencia de una parte del territorio del Estado británico afecta a todo él.
El Gobierno británico está muy seguro de su principal baza argumental. Consiste en la denuncia de la banalización de la independencia tal como la plantea el Gobierno escocés de Salmon, para quien tras la secesión nada trascendental ocurriría, pues continuaría la libra, la reina e incluso mejoraría la cordialidad de las relaciones entre las poblaciones de todo el Estado. Por el contrario, hablando en términos legales y constitucionales, se insiste en los informes aportados por el Gobierno de Cameron: la independencia es algo aparte y distinto de la devolución y el Estado independiente no puede presentarse como continuador del Estado actual, como su sucesor en términos jurídicos. La verdad es, más bien –según argumenta el Gobierno británico como aviso a los navegantes– que una Escocia independiente no podrá colocarse cómodamente en las instituciones internacionales y la Unión Europea, compartiendo plaza con el otro sucesor del antiguo Reino Unido, esto es, lo que quede del mismo tras la independencia de Escocia. Entonces el acceso a la tierra prometida se presenta incierto y de costosa consecución.