arlos Sánchez-El Confidencial
La mala calidad formal de las leyes lleva a los jueces a convertirse en legisladores. Nada menos lejos del ideal de la democracia, que otorga esta potestad al parlamento
La idea de que los jueces hacen política no es nueva. De hecho, está en la génesis de cualquier sistema judicial. Pero fue el legendario juez Oliver Wendell Holmes Jr., junto a John Marshall el jurista más relevante que ha dado EEUU, quien elaboró una sólida teoría en la que ya advertía hace más de un siglo en la necesidad de restringir la labor de los jueces para que no se inmiscuyeran en el ámbito de los parlamentos.
Holmes, cuya peripecia personal fue una auténtica epopeya (resultó herido tres veces de gravedad en la guerra civil de EEUU y estuvo en varias ocasiones al borde la muerte), es tan determinante en la historia del derecho que su oposición radical (con argumentos muy poderosos) a una concepción convencional de la aplicación de las normas -liberándolo del pensamiento tradicional-, le llevó a ser calificado, como se sabe, como el ‘gran disidente’.
Sus votos particulares o, simplemente discrepantes, con la mayoría, llegaron a ser, incluso, más importantes que las propias sentencias en las que había quedado en minoría, y entre su legado hay que destacar que, en un tiempo especialmente convulso (el primer tercio del siglo XX), su concepción ‘social’ del derecho permitió integrar en el sistema jurídico norteamericano, basado en una visión tradicional de las normas, una legislación proteccionista en favor de los trabajadores. Esa visión tomó carta de naturaleza a través del New Deal de los tiempos de Roosevelt.
Sus tres décadas como miembro del Tribunal Supremo permitieron a Holmes (sobre cuya biografía llegó a hacerse un musical estrenado en Broadway con éxito) convivir con seis presidentes de EEUU, pero ante ninguno se arredró. Probablemente, porque su concepción del derecho -marcadamente relativista- le permitía diferencia claramente el espacio de la política y el de la aplicación efectiva de las leyes.
Si alguien grita; ¡Fuego!
Ese relativismo lo llevó a sus últimas consecuencia defendiendo, precisamente, la primera enmienda, cuando en una célebre sentencia dijo que la protección más rigurosa de la libertad de expresión no protegería a un hombre que falsamente gritara fuego en un teatro lleno y causara el pánico. Holmes, de la misma manera, percibió con nitidez que la pretendida pulcritud jurídica de las sentencias sólo pretendían, en realidad, encubrir una posición política e ideológicamente sesgada, lo cual lejos de ser una novedad era una simple constatación. Una de sus frases más célebres surgió cuando comparó una reunión del Tribunal de Supremo de EEUU con nueve escorpiones metidos en una botella.
Lo que ha sucedido con el Supremo no es más que la confirmación de algo evidente: los jueces tienen ideología, lo cual no es bueno ni malo
Y lo que ha sucedido esta semana alrededor del Tribunal Supremo no es más que la confirmación de algo evidente: los jueces, como no puede ser de otra manera, tienen ideología, lo cual no es bueno ni malo. Es como la ley de la gravedad, que existe, aunque no se esté de acuerdo con ella. El problema es cuando esa ideología es tan perceptible que pone en riesgo la calidad o, incluso, la independencia de las instituciones.
El hecho de que el espacio de lo político esté siendo achicado por los tribunales nace de un problema ya identificado hace mucho tiempo, y que tiene que ver con el deterioro de los sistemas parlamentarios, tanto desde un punto de vista formal como material. Como han puesto de relieve muchos juristas, la técnica legislativa utilizada para elaborar las normas jurídicas se ha ido degradando, lo que explica que hoy salgan de los parlamentos normas de baja calidad y deficientemente redactadas por incoherentes y ambiguas, lo que afecta de manera muy negativa a la seguridad jurídica, dejando en manos de los jueces la interpretación de las leyes más allá de lo razonable. Es decir, que quienes legislan por la puerta de atrás son, en numerosas ocasiones, los propios jueces.
O expresado de otra forma, son los jueces, en nombre de principios supuestamente constitucionales, quienes interpretan de manera discrecional las normas creando su propio imperio de la ley. Sin duda, por el empeño del legislador en utilizar en muchas ocasiones la ley con fines puramente simbólicos, lo que otorga un enorme poder a los jueces. Leyes ambiguas y mal redactadas solo pueden generar confusión y caos.
El resultado, como no puede ser de otra manera (el caso más evidente es la interpretación del impuesto que grava la forma de hipotecas) son sentencias contradictorias y muchas veces incongruentes con lo que pretendía el legislador, lo cual no es más que una patada en la espinilla a la democracia.
No es que se interpreten las normas, es que en muchas ocasiones se inventan para satisfacer la propia ideología de los jueces. Justamente en contra de lo que recomendaba Bentham, autor de un opúsculo sobre el arte de redactar leyes, en el que sugería al legislador que si quería que se cumplieran las leyes éstas estuvieran redactadas de “con la misma sencillez y sinceridad” que se aplica a la comunicación entre los ciudadanos.
Un parlamento subalterno
La descapitalización de la Administración en favor de despachos profesionales que contratan a altos funcionarios expertos en hacer leyes desde un punto de vista formal está, sin duda, detrás de este fenómeno, pero también la propia supremacía del poder ejecutivo sobre el legislativo, convertido frecuentemente en un mero órgano subalterno del Gobierno de turno. En particular, en aquellos países con sistemas electorales cerrados en los que las listas electorales dependen de las élites de los partidos, lo que hacer ‘fabricar’ parlamentos sumisos frente al poder ejecutivo en aras de lograr la reelección de sus miembros.
No es que se interpreten las normas, es que en muchas ocasiones se inventan para satisfacer la propia ideología de los jueces
La supremacía del ejecutivo frente al legislativo es lo que hace, como ha señalado el profesor Francisco Laporta, que muchas leyes sean “el producto de un auténtico mercado de las leyes en el que los intereses corporativos ejercen sobre el legislador y el Gobierno una presión tan eficaz como para lograr una contractualización de los contenidos de la ley, una auténtica legislación paccionada que solo consagra una relación de fuerzas existente al margen de la voluntad jurídicamente representada”.
La utilización del decreto-ley, como ha hecho el Gobierno Sánchez, es, en este sentido, el reconocimiento expreso de que una ley mal redactada genera problemas dos décadas después de su promulgación. Obviamente, porque en su día salió un engendro del parlamento, pero también porque la inoperancia legislativa del actual Congreso es clamorosa.
Parece evidente que una vez más, como ha puesto de manifiesto en este periódico Ignacio Varela, el oportunismo político se ha impuesto, cuando desde hace mucho tiempo se han identificado lagunas en la legislación del mercado hipotecario, que lejos de proteger al consumidor lo convierte en rehén del sistema financiero.
Es algo más que un síntoma que hayan tenido que ser los tribunales europeos los que saquen los colores a España por la deficiente legislación hipotecaria, y que los jueces -desde su ideología- interpretan al amparo de su libre albedrío. Sin duda, porque el poder legislativo es incapaz de hacer leyes claras, precisas y concisas, que es lo mínimo que se le puede exigir al parlamento.