KEPA AULESTIA-EL CORREO

El barómetro del CIS de noviembre situó «los problemas políticos en general» en el cuarto lugar de los problemas que los encuestados identificaban como «el principal» de España. «El mal comportamiento de los/as políticos/as» ocupó el sexto lugar. «El Gobierno y partidos o políticos/as concretos/as», el octavo. Los tres ítems por delante de «el cambio climático» o «las desigualdades». Claro que su importancia caía a plomo al preguntar sobre «el problema» que afectaba personalmente al entrevistado. Hay un imaginario supuestamente colectivo y otro individual, ofreciendo este último una visión más positiva sobre la peripecia de cada ciudadano.

La crispación parlamentaria televisada nos ha devuelto al debate sobre si Vox y Podemos son los extremos equiparables del arco parlamentario. Cuando menos lo son en cuanto a su manifiesto interés por tensionar la vida pública y rehuir el consenso. Victimizar y victimizarse. Descentrar el país. No son los únicos, pero sí los más relevantes por su representatividad. Vox no pierde oportunidad para hacerse notar saliéndose del guion de la concordia. Podemos insiste en moverse en claves identitarias que defiende con un dogmatismo que presume además de académico -léase el uso impropio de «la cultura de la violación»-.

Una característica compartida es que ambos se crispan en medio de vicisitudes internas que se obstinan en trasladar al país. Abascal se encrespa ante sus propios límites y frente a Macarena Olona, depurando la organización de manera dictatorial. Irene Montero y su grupo se debaten entre apurar la negociación con el ‘Sumar’ de Yolanda Díaz, o presentarse a las próximas generales encabezando una candidatura propia morada del todo, sin que pueda mentarse a Pablo Iglesias porque resultaría machista.

Las admoniciones de la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, señalando que «subir a la tribuna tendría que ser algo sagrado», y sobre todo la insistencia en borrar del Diario de Sesiones las frases más broncas del hemiciclo no sirven más que para recuperar una apariencia de decoro que cubriría el abuso de procedimientos exprés, la divisoria infranqueable entre el bloque del Gobierno y una oposición sistemática, la naturalización de muchas verdades a medias y algunas mentiras flagrantes que contrapuntean los discursos parlamentarios. La crispación partidaria da cobertura a uno de los peores males de la democracia. El que diariamente pone en duda la credibilidad de las instituciones. Por ejemplo, la veracidad de los datos de paro.