- La reflexión de Alfonso Ussía aquí, el viernes pasado, es una de las más hermosas columnas que yo le recuerdo
La escritura es una melancolía, aherrojada en el álgebra de una sintaxis. De la melancolía le viene ese vago desasosiego que hiere el ojo y la memoria del que lee, sin que el que lee deba saber desde qué lugar perdido fue rozado. En el álgebra de la cual es prisionero, está lo más perenne de la herida: que no es la de uno ni, aún menos, la de cada uno; que es la herida de la lengua, a la cual nada escapa.
La reflexión de Alfonso Ussía aquí, el viernes pasado, en una de las más hermosas columnas que yo le recuerdo –y hermosas, en diversa perspectiva, lo son todas–, me ha devuelto a aquel desasosiego agridulce que uno podía atisbar con tanta frecuencia en los artículos del Umbral más harto de escribir sobre un presente tan escasamente digno de su escritura. El vallisoletano lo daba en una fórmula a la que volvía con cierta frecuencia: «el columnista es el poeta que lleva cada mañana flores a su propia tumba». A mí me recordaba siempre –como Ussía me la recuerda ahora– aquella carta del 22 de noviembre de 1859 en la que Flaubert cuenta su desaliento por dar palabras justas a eso tan ínfimo que es el matiz de la luz al atardecer en Salambó: «pocos adivinarán cuanta tristeza ha sido necesaria para resucitar Cartago».
Se duele del «otoño mental» del escritor, Ussía; del de todo escritor. Pero es sólo una astucia: él sabe demasiado bien –porque pocos saben entre nosotros tanto como él de ese arte– que no hay escritura que no sea otoñal, que es preciso que el tiempo de la luz quede pasado –y recordado– para que, exorcizada su ausencia en la liturgia del que escribe, acceda a su herrumbrosa pretensión deífica: crear de la nada un mundo, allá en donde hubo una vez el mundo que no retornará nunca, porque nada en el tiempo retorna. El «otoño mental» del que escribe no hace volver los esplendores del verano; percibe, en el lento apagarse de luces y colores, el último regalo de lo que fue un día exceso. Y puede que en ese regalo esté su resonancia más seria. Y la menos estridente.
«Mucho me temo», escribía Ussía, «que de mi cabeza van a otoñar las ideas y desparramarse por el suelo». Y sí, claro que van a hacerlo, que lo hacen, que lo hicieron siempre. Las ideas, al menos, que son tales. No los simples nudos de palabrería, mejor o peor enredados. La escritura, la que vale la pena, es necesariamente otoñal, y erige su imperio sobre los territorios devastados por la vida. Un poco al modo en que enseñaba Hegel que la filosofía, lechuza de Minerva, sólo podía levantar su vuelo en el anochecer, cuando la vida había ya pasado y podía ser, por tanto, contemplada, como un grandioso lienzo tras la batalla.
Dice también estar «hasta la coronilla de la política, del gobierno, de la oposición, de los partidos políticos, de sus representantes, de los separatistas, los terroristas y todo lo que nos rodea» ¿Y quién no? ¿Quién, al menos, al que no le hayan devorado hasta la última neurona los brutales dispositivos de esta descerebración que ha ido apoderándose de todo? Pero escribimos. ¿Por qué? Nada que no sea melancolía se obtiene de este oficio, en el que uno, día a día, va dejándose trozos de alma a modo de repetido epitafio. Pero, ¿qué otra cosa podría hacer aquel que sabe, al menos, que no sabe ni ha sabido, ni sabrá jamás hacer otra cosa?
En el tono grave que era en él norma aún más moral que estética, Borges pone el dilema del escritor en voz de un legendario poeta del siglo XII:
las bibliotecas de Oriente se disputan mis versos,
los emires me buscan para llenarme de oro la boca,
los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia;
Ojalá yo hubiera nacido muerto».
Después, Borges sigue escribiendo.