Editorial-El País
Cataluña vivió este martes otra jornada caótica. Combinó una movilización con aristas tanto de huelga secesionista, como de protesta juvenil por las intervenciones policiales del domingo, con un resultado de intimidación, desorden y caos que ilustra perfectamente la magnitud de la crisis por la que atraviesa España.
Lo verdaderamente grave de lo ocurrido ayer es que se puso en evidencia hasta qué punto el Gobierno de la Generalitat está actuando como un comité de agitación profesional, como un agente insurreccional, como una anti-institución: como un aparato contrario al sistema liberal, que se aprovecha de las ventajas y privilegios de las instituciones democráticas para consumar este golpe de Estado en capítulos.
El president Carles Puigdemont, el vicepresidente Oriol Junqueras, y todo su Govern (incluidos los escasos consejeros supuestamente refractarios al plan del jefe, pero que mantienen estricto silencio público) son los responsables —y deberán serlo ante los foros políticos y jurídicos pertinentes— del desorden público y la ruptura de la legalidad. No otra cosa es llamar a los ciudadanos a votar en situaciones en que el voto no va adornado de las necesarias garantías legales, y conlleva riesgos mayores para la integridad física. Y organizar el evento ilegal en conjunción con organizaciones asamblearias por ellos subvencionadas (ANC, Òmnium), aplicando técnicas clandestinas de control de la geografía urbana propias de otras latitudes. Ningún uso de la fuerza ni ningún aplauso de cualquier origen legitima ni valida, ni convierte en referéndum válido su consulta irregular y fraudulenta.
La Generalitat ha conspirado con los sindicatos para que lancen una huelga general antigubernamental para provecho secesionista, canto de sirena que por fortuna esquivaron. La Generalitat ha organizado acosos y hostigamientos contra los policías de Estado para obligarles a abandonar Cataluña. La Generalitat ha organizado las huelga de sus propios funcionarios, aunque bajo el disfraz (siempre necesitan máscara) de una adjetivación sucedánea y tramposa: “parada general”. Con el agravante de que se trata de una protesta, además de obligada, gratis, pues no genera descuentos salariales. Un evidente factor de despilfarro (o malversación) de caudales públicos.
Por todo ello, el Govern no es, como debiera, un Gobierno de Catalunya: es un Gobierno que actúa contra los intereses de los catalanes, contra su seguridad física y jurídica, contra su libre circulación, contra la recta administración de sus impuestos, y contra su patrimonio económico, el de sus bancos y empresas. Y de seguir así contra el bienestar y las rentas de todos —altas, medianas o precarias— en la medida en que siga deteriorando su imagen ante los mercados.
No es pues un Gobierno a favor de los catalanes, sino contra los catalanes.
Ese es el drama profundo de la situación y ante él solo caben dos líneas de actuación. Por un lado, el mantenimiento de la defensa de la legalidad, desde la legalidad y con todos los medios de la ley hasta la plena restauración del orden estatutario y constitucional: hasta que el Govern deje de actuar como un piquete, la policía autonómica como si fuera un cuerpo de mayordomos, y se restablezca la plena y expresa vigencia de las normas supremas de convivencia democrática a cargo del Parlament.
Por otro lado, resulta más urgente que nunca la necesidad de que el Gobierno y las fuerzas democráticas, incluido el nacionalismo moderado vasco, forjen una respuesta, una propuesta, una oferta para los catalanes, un proyecto susceptible de interesarles e ilusionarles.
Para nada se trata de una estrategia de apaciguamiento (imposible) del secesionismo radical, pues poca cosa habrá que discutir con aquellos que dicen querer hablar pero solo para romper, nunca para reconstruir, y que se resisten a desandar la senda delictiva iniciada.
Se trata por el contrario de afianzar el convencimiento de la mayoría de la sociedad catalana que pretende incrementar su prosperidad y su autogobierno en el seno de la casa común. Y recuperar a aquellos que por despecho ante la sordera, la pasividad y la falta de resultados se han echado en brazos del secesionismo como mal (táctico) menor.
Sorprende, y sonroja, que el caos catalán vaya a discutirse antes en el Parlamento Europeo que en el Congreso de los Diputados. Sería inquietante que los líderes de los tres partidos más empeñados en defender el ordenamiento constitucional siguiesen siendo incapaces de pergeñar ideas comunes viables. No para negociar con quien rechaza negociar porque solo quiere acordar algunos detalles de su ruptura, sin opción a reconsiderarla. Sino para hacer una oferta potente a la ciudadanía. Una oferta generosa, ambiciosa, atractiva, incontestable, que luego pueda ser negociada, pactada y ratificada —¡es obvio!— en un referéndum legal y con todas las garantías. Sin golpes, en paz.