Ignacio Marco-Gardoqui-EL CORREO

Ayer parecía que las cosas se arreglaban porque el Gobierno, o mejor dicho la parte del Gobierno que gobierna la señora Díaz, había admitido ciertas dosis de flexibilidad en la mesa del diálogo social que negocia la reducción de la jornada laboral. La flexibilidad se refería solo a la fecha de entrada en vigor del recorte y a la posibilidad de admitir ciertas excepciones, no al número de horas ni al aumento de su número total, ni al de las horas extraordinarias permitidas, que ahí es donde se la juega. Todo el mundo supuso que la intervención del ministro Cuerpo, mucho mejor preparado técnicamente y mucho menos dogmático que su compañera de pupitre, había conseguido ablandar las exigencias y calmar las expectativas.

Pero hoy vuelve a tronar, la pendiente se endurece y el acuerdo se aleja. Por un lado, la señora Díaz ha empezado una ronda de reuniones con las grandes empresas para explicarse. Como no puede suponer que sus gabinetes de prensa se hayan olvidado de contar a la dirección cómo marcha el proceso, la explicación más sencilla es que pretende abrir algún tipo de brecha en su oponente. Parece una postura arriesgada, con escasas posibilidades de éxito. A las grandes empresas no les preocupa mucho el asunto, pues las mayoría de ellas aplica ya ese tipo de jornadas en sus convenios y tampoco querrán sus presidentes aparecer en escena interpretando el desagradable papel de ‘aluniceros’. Si de verdad quiere conocer el estado de ánimo empresarial tenía que haber asistido a la asamblea de Cepyme o a la de ayer de CEOE, donde habría oído de primera mano las gruesas palabras que le dedicó su presidente.

Antonio Garamendi, que por lo general no es un hombre que caiga con facilidad en el exabrupto, aseguró que este Gobierno «gobierna contra las empresas, contra los ciudadanos y contra el país». Nada menos. Cada uno tendrá su opinión sobre la manera de gobernar que practica el Gobierno, pero creo que todos debemos concluir que este enfrentamiento con la patronal es demasiado áspero y contraproducente. Unos, los empresarios, deben asumir que ha salido de un Congreso que se fraguó tras unas elecciones y tiene derecho a gobernar. Otros, los dirigentes políticos al mando, deben conocer la realidad de que a un empresario se le puede exigir una determinada manera de contratar, pero nadie le puede obligar a contratar de una determinada manera. Si no quiere, no lo hace. Pero si no lo hace, nos quedamos, todos, sin empleo. Ese es el riesgo.