Nacho Cardero-El Confidencial
- Más que el nivel de intervencionismo de este Ejecutivo de coalición, que abarca desde el CIS al INE, pasando por RTVE, lo alarmante ahora es comprobar su tono autoritario, impropio de una democracia como la española
Un no parar. El móvil de Rafael del Pino ha recibido estos días un sinfín de muestras de apoyo. Una llamada por aquí, un wasap por acá, incluso por parte de aquellos que no mantienen especial sintonía con el número uno de Ferrovial, un ejecutivo rocoso, muy poco dado a las concesiones, sobre todo si son políticas, como se ha podido comprobar en su arriesgada decisión de hacer las maletas y mudar la sede social de España a los Países Bajos en un año como este, 2023, eminentemente electoral, en que cualquier movimiento de calado, como es el caso, puede ser interpretado en este sentido. Esto es, como una patada en las posaderas de Sánchez y la política fiscal de este Gobierno.
Las llamadas a Del Pino Calvo-Sotelo no lo son tanto para celebrar el éxodo holandés como para arroparlo frente a la inédita campaña de acoso y derribo que se ha puesto en marcha desde el Ejecutivo de coalición, acaso un escalón más en la hedionda estrategia de demonizar a los empresarios para culparlos de los males de este país y, ya de paso, tratar de recuperar los votos que le niegan las encuestas. Resulta imprescindible recalcar que, en este pandemónium, el problema no es Ferrovial. El problema es Sánchez.
Se trata de una intervención absoluta, en todos los ámbitos de la sociedad, no solo el económico, que implica una merma considerable de libertad
A cada cual le puede parecer mejor o peor que una compañía de estas dimensiones se vaya de España en un momento tan complejo como el actual, donde faltan manos para remar y recuperar los niveles de PIB previos a la pandemia. A mí, personalmente, no me parece acertado. Pero esa no es la cuestión. Dentro de la legalidad, cada cual puede obrar como le venga en gana en aras de una mejor financiación y mayor seguridad jurídica. Es lo que tiene vivir en un país libre y formar parte de la Unión Europea.
Lo que aquí subyace es el espíritu autoritario de un Ejecutivo que nos retrotrae a nuestros peores tiempos y que, blandiendo el tan socorrido como peligroso argumento del interés general, ejerciendo de vocero del fin del neoliberalismo y arrogándose el monopolio de la moral, que no es otra moral que la suya, ha intervenido de facto el país con prácticas cuasi goebbelianas, ejerciendo el miedo y la presión.
Se trata de una intervención absoluta, en todos los ámbitos de la sociedad, no solo el económico, que implica una merma considerable de libertad y la sumisión de una opinión pública que agacha la cabeza para recibir cuantos capones sean necesarios, dando como hechos consumados unas prácticas lesivas para nuestra democracia y olvidando que es la clase política la que trabaja para ciudadanos y empresas, y no al revés.
Al presidente Sánchez («En España hay ejemplos extraordinariamente positivos de grandes empresarios comprometidos con su país, pero desde luego, tras este anuncio, creo que no es el caso del señor Del Pino») le siguieron la vicepresidenta Calviño («Es una falta de compromiso por parte de una empresa que le debe tanto a España»), el ministro Escrivá («¡Qué mala consejera es la codicia a veces!») y finalmente la podemita ministra Belarra («Ferrovial, una empresa pirata, que se ha llevado en esta legislatura 1.000 millones en contratos públicos y se benefició de los ERTE. Que devuelvan hasta el último euro que les dimos los españoles y españolas»). El Ejecutivo de coalición, a la yugular de Del Pino, igual que antes se lanzó contra Juan Roig, Ana Botín y Amancio Ortega.
Hay que agradecer el crecimiento del país y la creación de empleo a la acción de este Gobierno y a las nuevas regulaciones, y no a los empresarios de copa y puro, unos especuladores que esquilman los dineros públicos, como si los concursos fueran una sinecura y no hubiera detrás una contraprestación, como si los créditos del ICO no hubiera que devolverlos y pagar un interés por ellos, como si la gestión de la Administración del Estado funcionara como un reloj suizo cuando, en puridad (ahí están los fondos Next Generation), no pasa de reloj de cuco. Demagogia y más demagogia.
Ya advertimos en su día del revisionismo intelectual que se está realizando del liberalismo, artífice de muchas de las crisis y disfunciones de este inicio del siglo XXI, y de los riesgos que implicaba tratar de encontrar la solución en la revolución marxista, dando un papel protagónico al Estado, en vez de atajar el problema reformulando el capitalismo. Que el Estado funciona de manera ineficiente parece poco discutible. Meterse hasta la cocina del sector privado, subir impuestos de forma recurrente y endeudarse hasta que no nos llegue la camisa al cuello para que dicho Estado ineficiente pueda subir la persiana es poco menos que pegarse un tiro en el pie. Ya lo dijo Thatcher: «El socialismo fracasa cuando se le acaba el dinero… de los demás». En este caso, cuando se le acaba el dinero de Del Pino.
Entramos en una etapa histórica de más Estado «y, claro», escribe Marcos Eguiguren, profesor de la Pompeu Fabra, en Estupidocracia, «me viene a la cabeza lo que ocurre hoy con los servicios básicos, educación y sanidad, que funcionan con enormes deficiencias, un sistema de pensiones propio de otro siglo, pero que se mantiene tozudamente sin los cambios profundos que requiere desde hace décadas, las administraciones de todo tipo que lucen un intervencionismo que raya lo patológico y que, en lugar de facilitar e incentivar la actividad social y económica privada, la obstaculizan al considerarla como algo sospechoso, los organismos públicos o parapúblicos de dudosa eficacia… y me pregunto: ¿más Estado quiere decir más de ese marasmo? ¡Dios nos pille confesados!»
Más que el nivel de intervencionismo de este Ejecutivo de coalición, que venimos denunciando de lejos, y abarca desde el CIS al INE, pasando por RTVE, o el rodillo legislativo, en el que el derecho de unos pocos atropella al de la mayoría, lo alarmante ahora es comprobar su tono autoritario, manu militari, impropio de una democracia como la española. Dice Feijóo que este país no aguanta más, que le van a saltar las costuras, que hay que adelantar las elecciones generales al mes de mayo, en coincidencia con las municipales y autonómicas. Sea como fuere, poco se puede hacer. El daño ya está hecho.