ABC 17/06/16
LUIS VENTOSO
· Apena ver a un pueblo tan admirable empachado de nacionalismo
DE Inglaterra me gusta casi todo, hasta el clima (lo cierto es que en ese Londres que pintan sumido en aguas torrenciales llueve menos que en el norte de España). Cuando caen chuzos de punta, me admira ver a tantos estoicos ingleses caminando sin paraguas, fingiendo que no pasa nada mientras transitan hechos una sopa. Tal vez sea una convención hipocritilla, pero también me conforta su respeto obligado a las normas de cortesía, una tarjeta de presentación ineludible, que obliga a mascullar el sagrado «sorry» por cualquier fruslería. Me resulta elegante su pudor emocional, que curiosamente muta en efusión voceras y chabacana en cuanto las pintas del pub les aflojan las tuercas de la contención. Su pasión por los animales (a veces sería interesante que quisiesen más a las personas que a perros y pájaros). Su aprecio por los excéntricos. El sentido del humor atlántico que lo impregna todo, clavado a la retranca gallega. Su capacidad de entender que una flor es un milagro y un árbol, un monumento. Sus guapas atrevidas, a las que a veces veo soplándose una botella de vino blanco en una terraza fina de Kensington a las once y media de la mañana. Sus ancianos intrépidos, que lo mismo se piran de vacaciones a los Balcanes que al Kilimanjaro. Sus sabios chiflados, que luego resulta que no son tan chiflados (ni tan sabios). La gloriosa trinidad: Beatles, Who y Kinks. El compendio shakesperiano de todos los humores universales. La amistad eterna del Dr. Johnson y James Boswell. Su arrojo extraordinario cuando se quedaron solos frente a Hitler (aunque jamás reconocerán que ganaron gracias a la muleta americana).
Pero más que su carácter, me gustan sus obras, y una por encima de todas: el respeto a la ley y la igualdad de todos ante ella. A comienzos del siglo XIII, pillaron a su Rey por una oreja y le hicieron firmar un papelito, la Carta Magna. Establecía que «todos somos iguales ante la ley», incluso –esto es lo bueno– el propio soberano. Aquel día comenzó a sembrarse la democracia moderna. También celebro que sean un «pueblo de tenderos», como los denominaba con desprecio Napoleón. Porque un tendero sabe apreciar lo que cuestan las cosas, cultiva el comercio y no dilapida. A diferencia de los efebo-políticos españoles y sus programas electorales de los Teletubbies, los ingleses son muy conscientes de que el dinero no crece en los árboles.
Por todo lo anterior, me apena el empacho de nacionalismo ultramontano que embriaga a buena parte de tan admirable pueblo a raíz de las fanfarrias del Brexit. El virus ha cruzado el canal. El Reino Unido ha crecido por tres motivos: sus pilares institucionales (seguridad jurídica), su apertura absoluta para atraer capitales de todo el mundo y el aluvión de inmigrantes que ha dinamizado su economía y ha evitado que padezcan el gran problema de España, el demográfico, un país de viejos. Pegarse un fiestón xenófobo y romper con sus vecinos no les va arreglar sus problemas. Solo los hará más pobres, más aldeanos y menos interesantes. En esta hora de duelo por el brutal asesinato de Jo Cox, quiero confiar, una vez más, en la templanza de los ingleses.