Ignacio Camacho-ABC

  • La estrategia del conflicto impide la convivencia de modelos distintos y trastorna la percepción de los hechos objetivos

Cuando un jefe de Estado enfatiza el concepto del «bien común» siete veces en un discurso es que existe una grave avería en el funcionamiento del sistema público. Si añade una referencia a la «contienda política atronadora», y si además subraya la falta de eficacia de las administraciones ante una emergencia catastrófica, el mensaje sale del marco rutinario de la Navidad para convertirse en la denuncia de una quiebra de confianza institucional muy peligrosa para la estabilidad de la sociedad española. Ésa es la importancia de esta alocución de la Corona, convertida esta vez en una requisitoria, un ejercicio de ‘auctoritas’ simbólica para llamar la atención sobre una inquietante deriva de fracaso que necesita rectificaciones urgentes y respuestas sólidas.

El aspecto más dramático de la charla real fue el lamento por «la negación de la existencia de un espacio compartido». Ahí está la clave del conflicto que debilita las estructuras del proyecto colectivo. No se trata sólo de que falte un ámbito de convivencia, un entorno sociopolítico donde puedan encontrarse conceptos, sentimientos o modelos de vida distintos, sino de la desaparición de una percepción objetiva, epistémica, sobre la realidad de los hechos mismos. La polarización ideológica ha destruido cualquier atisbo de perspectiva ecuánime y el sesgo partidista inflama el juicio de una opinión pública dividida por un encono de tintes paroxísticos.

La reciente tragedia de Valencia, que ocupó buena parte de la plática, es la demostración de este desencuentro desesperante. Siendo evidente la cadena de fallos de toda clase que ha provocado un malestar unánime y dejado a los poderes central y autonómico con las vergüenzas al aire, la dinámica de confrontación se ha trasladado al señalamiento unilateral de culpables. Esa incapacidad para aceptar las evidencias se traslada al enfoque global de todos los asuntos nacionales, incluso de los detalles menos relevantes. El Rey no puede ir más allá sin violar la neutralidad de su mandato constitucional de mediación y arbitraje, pero no cabe cifrar la responsabilidad de este rumbo de colisión civil en términos equidistantes. La escala de los liderazgos mide también la de los deberes en función de rangos y capacidades.

El problema es tan serio que tal vez ni siquiera lo solucione un eventual relevo de Gobierno, condición necesaria pero insuficiente porque de persistir el actual estado de cosas sólo invertiría el signo del enfrentamiento. Sin una renovación del método de dirigencia que devuelva a los ciudadanos la mínima conciencia del mutuo respeto no habrá espacio posible de acuerdo. Estimular la demonización del adversario como recurso estratégico es una decisión suicida que conduce al descalabro sin remedio. Sólo hay una salida, y es la que Felipe VI indica con la palabra y el ejemplo, pero poco más puede hacer que predicar en el desierto.