MARIANO DE CAVIA, ABC – 18/07/14
· «La defensa de España está por encima de cualquier militancia o diciplina partidaria»
Los hombres y mujeres que desde el origen de los tiempos poblaron estas tierras que llamamos España configuraron con las vicisitudes de sus vidas el legado indestructible de una historia compartida, que es la realidad que nos singulariza como pueblo entre todas las naciones y culturas del mundo.
Nuestro presente como nación se asienta sobre el deber moral de conservar la herencia recibida de nuestros antepasados, forjada a lo largo de los siglos con más aciertos que errores, compromiso que a los españoles de hoy nos obliga a transmitir en su integridad a nuestros descendientes todos los elementos que determinan nuestra existencia como país.
Al igual que la Francia definida por De Gaulle en sus memorias, España cuenta con un pasado, un presente y un porvenir indisolublemente unidos.
Son tiempos de rescatar y resaltar sin complejos las ideas que aparentemente puedan parecer obvias, pero que al igual que muchos otros principios y valores han sido relegadas al olvido por considerarse retrógradas y extemporáneas, como acaece con conceptos como el del patriotismo o con posturas como la defensa de España, pensamientos que sin embargo se aceptan e incluso se elogian cuando se aplican a otras realidades territoriales.
La más de dos veces milenaria historia de España, de manera interesada se ha reducido exclusivamente en el debate político a las circunstancias vividas y sufridas en los casi cuarenta años de la desgraciada Guerra Civil y el régimen que la subsiguió. Este período se utiliza como arma arrojadiza para descalificar al adversario y a la vez para legitimar el argumentario propio, exigiendo una suerte de restitución debida, cuya no satisfacción lleva a identificar a los responsables de la negativa como nostálgicos del régimen anterior, amén de equiparar dialécticamente las posiciones intelectuales e históricas defensoras de la unidad de España a posturas centralistas de naturaleza opresora más propias del convulsivo pasado reciente.
Con estas falacias se consigue no solo callar a voces atenazadas por el complejo, sino que además se logra cumplir el objetivo tan en boga de romper el espíritu de la Transición, cimentado en el diálogo y el acuerdo, nacidos ambos de la generosidad de todos sin exclusión, actitud ejemplar que permitió alumbrar la Constitución e imponer una decidida voluntad de reconciliación nacional.
A muchos ciudadanos les sorprende hoy, y a la vez les disgusta, contemplar cómo la contienda política se centra más en determinar la estructura territorial del Estado que en establecer el desarrollo del contenido de sus derechos y deberes, máxime en estos duros tiempos de crisis económica, cuando millones de españoles que atraviesan situaciones personales y familiares muy difíciles tendrían toda la legitimidad a esperar de los poderes públicos políticas justas y solidarias que los protegieran y ampararan.
Por el contrario, sobre cualquier otra consideración prima el contencioso nacionalista, poniéndose incluso en entredicho la continuidad de España como nación, posición alentada por la continuada impunidad consentida al incumplimiento y desobediencia del ordenamiento jurídico y al desacato sistemático de las sentencias que se les viene tolerando a responsables autonómicos, situación agravada, como desde hace décadas vengo reiterando, por la aquiescencia mantenida con sistemas educativos autonómicos altamente ideologizados y claramente transgresores de la realidad histórica, hecho que en su día denunció un esclarecedor informe de la Academia de la Historia, arrumbado al olvido.
Hoy se llega a proponer el limitar a la decisión de solo una parte el derecho que asiste al conjunto de los españoles para decidir sobre su destino como pueblo, en aras de complacer unos inexistentes derechos históricos y unas singularidades que se presentan como violentadas y oprimidas, cuando la realidad es que en ningún momento de nuestra historia, ni en la realidad constitucional de muy pocos estados, las diversidades y singularidades de toda naturaleza, ya sean forales, jurídicas, lingüísticas, económicas o culturales, se han visto tan reconocidas como en las actuales Autonomías, ejerciéndose incluso en algunos territorios en detrimento de los valores comunes, cuyo ejercicio se limita o se niega a pesar de ser derechos amparados por la Constitución, arguyendo que son ajenos a las llamadas señas identitarias, las cuales se exaltan como propias.
Estos argumentos se ven reforzados por la victoria conceptual lograda por quienes en el lenguaje cotidiano han impuesto la contraposición de términos como España y Cataluña o el Gobierno español y el Gobierno vasco, por citar tan solo dos ejemplos, como si se tratase de realidades antitéticas, reduciendo el concepto de España al eufemismo del «Estado» o «este país».
No cabe la menor permisividad política, intelectual o histórica ante esta situación. Es un inmenso error contrarrestar estas pretensiones rayanas con la sedición, argumentando que una hipotética independencia sería inviable por motivos económicos o por la imposibilidad de integrarse en la Unión Europea; tan solo cabe argüir que la unidad de España es innegociable y que la soberanía nacional reside en el conjunto del pueblo español, tal como establece la Constitución.
Y este dislate se agrava en el campo ideológico de la izquierda, al tolerar la conculcación de sus dos principales valores doctrinales, como son la aspiración a la igualdad y la defensa de la solidaridad entre las personas y los territorios, quebrando además el hilo conductor que unía el pensamiento de ilustrados, liberales, republicanos y socialistas, los cuales siempre se opusieron con firmeza a toda veleidad nacionalista o separatista al considerar que estas pretensiones eran la expresión reaccionaria del integrismo más cerril o la manifestación más palpable de la insolidaridad económica de las élites regionales.
En el seno del actual PSOE deberían ser de lectura obligada los escritos de Indalecio Prieto sobre esta materia.
En estos días que rememoramos el centenario del premio Nobel francés Albert Camus, prototipo del intelectual comprometido con la verdad y la libertad, se hace conveniente recordar cómo este gran disidente de la imposición de lo «políticamente correcto» nos decía en su obra «El hombre rebelde» que no existe ningún fin que justifique los medios, ya que lo importante es preguntarse qué ética justifica el fin.
Camus nos enseñó a muchos que el auténtico rebelde es el que no teme decir no. La defensa de España está por encima de cualquier militancia o disciplina partidaria, porque es un compromiso moral con nuestra propia conciencia.
MARIANO DE CAVIA, ABC – 18/07/14