José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- En el País Vasco y Cataluña solo son visibles dos expresiones de la soberanía nacional: la administración de la justicia y el Rey
Tampoco este 12 de octubre estarán en Madrid para celebrar la fiesta nacional el lendakari, Iñigo Urkullu, y el presidente de la Generalitat de Cataluña, Pere Aragonès. El alcance simbólico de estas dos ausencias es profundo y reiterado. No sorprende. Pero no porque la deslealtad institucional sea persistente debe dejar de subrayarse que lo es y que ahonda lo que los nacionalismos e independentismos quieren agudizar: la aparente normalidad de que vascos y catalanes conviven con los españoles (los demás españoles) haciendo rancho aparte y que, puesto que la independencia de unos y de otros no es viable por acción, la están consiguiendo por omisión. Los ‘otros catalanes’ y los ‘otros vascos’ forman parte de una ciudadanía de segunda clase y el Estado en esas comunidades no existe: lo han extirpado. Y Aragonès, ayer mismo, quizás irónico, quizás falso, apeló a que su nuevo gabinete fuera un “Gobierno para toda Cataluña”. Podía haber demostrado la sinceridad de esa exhortación acudiendo hoy a los actos de la fiesta nacional de España.
La exposición de motivos de la Ley 18/1987 de 7 de octubre, que establece el 12 de octubre como fiesta nacional de España, dice lo siguiente:
“La conmemoración de la Fiesta Nacional, práctica común en el mundo actual, tiene como finalidad recordar solemnemente momentos de la historia colectiva que forman parte del patrimonio histórico, cultural y social común, asumido como tal por la gran mayoría de los ciudadanos. Sin menoscabo de la indiscutible complejidad que implica el pasado de una nación tan diversa como la española, ha de procurarse que el hecho histórico que se celebre represente uno de los momentos más relevantes para la convivencia política, el acervo cultural y la afirmación misma de la identidad estatal y la singularidad nacional de ese pueblo (…) La fecha elegida, el 12 de octubre, simboliza la efeméride histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los Reinos de España en una misma Monarquía, inicia un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”.
La motivación de la ley no puede ser más empática con la pluralidad de España, ni más abierta al reconocimiento de la construcción plural de la nación y a la participación en su historia de sus ciudadanos, vascos y catalanes incluidos.
Urkullu y Aragonès, ambos socios del Gobierno en Madrid, además de desatender el espíritu de esa ley, olvidan que su legitimidad democrática tiene su origen en la Constitución y en los estatutos de autonomía, leyes orgánicas aprobadas por las Cortes Generales y ratificadas por los cuerpos electorales de ambas comunidades. Quieren olvidar también que asumen la representación ordinaria del Estado en el País Vasco y Cataluña. Aplican ambos la ley del embudo. Y abusan sus partidos de la fragilidad institucional del sistema constitucional que ellos han contribuido a debilitar. Durante el bipartidismo, el PNV y CiU fueron el fiel de la balanza y cobraron sus réditos, fuera con el PSOE, fuera con el PP. Ciudadanos nació para corregir esa anomalía y ha durado de diciembre de 2015 a noviembre de 2019. Tuvo su oportunidad, pero fuera por Rivera, fuera por Sánchez, fuera por ambos, la posibilidad de liberar al sistema del yugo nacionalista/separatista se frustró.
En el multipartidismo que emergió en 2015 y que se mantiene acrecentado ahora, el Gobierno de España depende otra vez de los más taimados enemigos del Estado, que se comportan, además, altivamente: se saben empoderados. Sin ellos, el presidente del Gobierno duraría en la Moncloa lo que un caramelo en la puerta de un colegio. ERC, Bildu, PNV son hoy por hoy más determinantes que en cualquier otra legislatura anterior. Suman 25 escaños. Absolutamente estratégicos.
El nacionalismo vasco del PNV está en pelea con el ‘abertzalismo’ radical de Bildu, y el republicanismo izquierdista de Esquerra Republicana, con la extrema derecha del partido de Puigdemont. Pero, al margen de estas riñas familiares que suelen terminar como el rosario de la aurora, todos en conjunto convergen en la extirpación de la presencia del Estado, sea en el País Vasco, sea en Cataluña.
En esas comunidades, el Estado se refugia en la invisibilidad de las catacumbas y solo aparece una doble expresión de la soberanía nacional: la administración de la justicia mediante tribunales que forman parte del único poder judicial que la Constitución establece para toda España y la jefatura del Estado en la persona del Rey, titular de la monarquía parlamentaria.
España, en términos prácticos, no es un Estado autonómico, ni siquiera federal. Es un desordenado remedo de confederación plurinacional. Un dato más de la crisis constitucional progresiva que ya tiene dos hitos referenciales: la declaración unilateral e ilegal de independencia de Cataluña en octubre de 2017 y la renuncia del presidente del Supremo y del Poder Judicial el pasado domingo. La sexta autoridad del Estado ha dimitido.
No hay trazos estatales exteriores en Cataluña y en el País Vasco. Ni bandera nacional en muchos edificios oficiales, ni retratos del Rey en las sedes institucionales —sustituidos por los de los presidentes respectivos—, ni Policía Nacional ni Guardia Civil, relegados a funciones extracomunitarias, ya que las dos autonomías disponen de policías integrales. Y en el caso del País Vasco, sistema paccionado de financiación que no contribuye al fondo de solidaridad interterritorial.
De toda esta abracadabrante situación son responsables la izquierda y la derecha españolas, pero mucho más la primera que la segunda. Antonio Muñoz Molina, en su ensayo de culto ‘Todo lo que era sólido’ (Seix Barral, 2013), escribía: “Primero se hizo compatible ser de izquierdas y ser nacionalista. Después se hizo obligatorio. A continuación, declararse no nacionalista se convirtió en la prueba de que uno era de derechas. Y en el gradual abaratamiento y envilecimiento de las palabras bastó sugerir educadamente alguna objeción al nacionalismo ya hegemónico para que a uno le llamaran facha o fascista”.
Y en eso estamos: en la normalización de la superposición, como ciudadanos diferentes de españoles, vascos y catalanes, convirtiendo a España materialmente en una confederación. Han logrado la mutación constitucional por la puerta de atrás. Solo falta que Conde-Pumpido sea presidente del TC para que ese órgano de garantías bendiga el engendro.