ABC-IGNACIO CAMACHO
Es un proyecto y una idea, no una mera palabra que invoca un patriotismo de sonajero como reclamo de campaña
NINGUNA nación del entorno europeo de España debate tanto sobre sí misma. Ninguna duda tanto de su propia identidad, ni siente vergüenza de su nombre o de sus símbolos, ni sufre tanta tensión centrífuga. Ninguna, sea su memoria fundacional reciente o antigua, consume tanta energía en la controversia estéril sobre su personalidad colectiva, ni cuestiona de un modo tan inflamado los fundamentos de su soberanía. La verdadera excepción española consiste en el eterno desasosiego de una conciencia remordida ante la posibilidad de que el sentido de pertenencia, el orgullo nacional o la simple autoestima formen parte de un ámbito emocional contrario al dominante credo progresista. Esa ausencia de un relato positivo y sereno, alejado tanto del reconcomio derrotista como de la efusión castiza, ha generado en torno a la noción de patria un pensamiento nihilista y un mito de inferioridad democrática que provoca el asfixiante complejo de convivencia fallida.
España somos nosotros y será lo que nosotros queramos. Esta no es una nación de pueblos ni de territorios sino de ciudadanos, libres e iguales pese al frecuente abuso ventajista de la estructura descentralizada del Estado. Nosotros somos el poder constituyente, los padres fundadores de un régimen soberano, y una parte esencial del actual problema identitario procede de que el concepto de ciudadanía indivisible no ha contado en los últimos cuarenta años con el suficiente respaldo político, intelectual y didáctico. Nos ha faltado una pedagogía constitucionalista que reivindique el pacto de refundación de las libertades como el triunfo contra los demonios del pasado. Hemos permitido que las teologías populistas impongan la narrativa del fracaso, el desmoralizador mensaje de un país sombrío, frustrado y arcaico, incapaz de escapar de su irredimible sustrato melancólico, convulso y rancio. Hemos renunciado a reivindicar y transmitir el honor, la dignidad y la nobleza de nuestro éxito más logrado, que es la pacífica reconstrucción de una sociedad abierta y moderna sobre los escombros de un orden autoritario. Hemos aceptado, en una estúpida regresión, en un incomprensible autoagravio, el dañino estereotipo de una nación colapsada por la imaginaria nostalgia de Franco.
En medio de esa involución hacia la desesperanza, el oportunismo electoralista ha convertido el nombre de España en un simple reclamo de propaganda. Los partidos que han malversado la confianza en la democracia apelan ahora a la superficial agitación de pulsiones primarias, al patriotismo de sonajero como hueca cancamusa de campaña. Es tarde para la retórica falsa; para la impostura de una reinvención de circunstancias, para la ficticia proclama de una voluntad igualitaria. El rescate moral, político y reputacional de España requiere una convicción, un proyecto y una idea: no basta con una mera y tal vez descreída palabra.