La República no pudo ser por falta de materia prima: no había republicanos. No hay un proyecto de convivencia que pueda sobrevivir entre nosotros a los enfrentamientos entre bandos de supersticiosos. No hay una masa crítica de laicos. Toda España es un vía crucis, qué quieren que les diga.
España es en ocasiones una procesión que va detrás de un crucifijo con propósitos alternativos: bien para hacerle rogativas, bien para ajustarle las cuentas, si aquéllas hubieran sido desatendidas. Raúl del Pozo recogía hace unos meses aquí al lado una copla popular alusiva: «No he visto gente más bruta/ que la gente de Alcocer,/ que echaron el cristo al río/ porque no quiso llover».
Hay una España seca y otra húmeda, las dos Españas de siempre. Ramón Cabrera, el general carlista, lo entendía bien al arengar a los suyos: «¡A por ellos, que son de regadío!» Hay una España de trasvases y otra de desaladora, aunque, a veces, la segunda transige con los primeros, siempre que pueda llamarlos con nombres creativos: «Conducciones puntuales de recursos hídricos», y por ahí.
Durante la campaña electoral que desembocó (observe el amable lector la pertinencia de la metáfora) en las elecciones de octubre de 1982, el Mediterráneo español sufría lo que el franquismo había definido con el sintagma pertinaz sequía. A aquellas alturas del siglo XX se organizaron rogativas, procesiones detrás del crucifijo, todavía por las buenas. Empezaban a caer las primeras gotas en el momento en que Carrillo iniciaba su parlamento durante un mitin del PCE en Murcia. «Hemos tenido que venir los comunistas para conseguir que llueva en esta tierra», dijo, sin imaginar que aquellas gotas se convertirían en inundaciones.
Hay también una tendencia al exceso y al fetichismo. Sólo así se explica que en un sistema educativo como el español, tan carente, tan cambiante y tan inane, se haya podido establecer la polémica más viva por el crucifijo en las aulas. Llegados a este punto, diré que no soy partidario, por estrictas razones de laicismo. Creo en la religión como un asunto privado y desconfío de su exposición en los espacios públicos. La mezcla de lo público y lo privado es, en los casos benignos, la condición necesaria para la corrupción; en los peores, para el totalitarismo.
Naturalmente me abstendré de intervenir en la polémica en sus términos actuales, porque en los dos bandos está presente el crucifijo. Los socialistas no son partidarios de que dicho símbolo cuelgue en las escuelas, pero ellos también lo han expuesto en lugar público. Por ejemplo, en un libro que la Junta de Extremadura le editó con dinero público y prólogo de consejero al fotógrafo Montoya. Había en él un cristo crucificado en estado priápico, otro transexual, algo de zoofilia y así. Nuestros ateos son los únicos laicos que blasfeman, lo que supone un contrasentido chocante. Buñuel lo supo expresar con su retranca maña: «Gracias a Dios, soy ateo».
Por otra parte, el crucifijo es una ejecución y esto siempre ha sido muy español, por encima de bandos. Es famoso el caso del brigadier Chaperón, que presidía la Comisión Militar de Madrid en la Década Ominosa. El solía abrir la marcha del condenado hacia la horca, antes de que Fernando VII le regalase a su señora por su cumple la sustitución de la soga por el garrote vil, que entre nosotros siempre ha gozado de gran prestigio la mecánica. Llegado el momento, Chaperón saltaba y se colgaba de las piernas del reo para garantizarse el suceso. ¿Cómo extrañarse de que en 1936 los milicianos fusilaran a Cristo en el Cerro de los Angeles?
La República no pudo ser por falta de materia prima: no había republicanos. No hay un proyecto de convivencia que pueda sobrevivir entre nosotros a los enfrentamientos entre bandos de supersticiosos. No hay una masa crítica de laicos. Toda España es un vía crucis, qué quieren que les diga.
Santiago González, EL MUNDO, 26/11/2008