España como voluntad

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, ABC 18/01/13

«España es la custodia de nuestro lugar en una historia irrevocable. Es nuestra posibilidad de proyectar una nación convincente y convencida a un mundo que nunca nos aceptará si no empezamos por creer en nosotros mismos… Por esa idea de España hemos de poner ya manos a la obra. Hemos de responder a quienes tal vez han tomado nuestra tolerancia como falta de principios y nuestra prudencia como invalidez»

La transición política se presentó, durante demasiados años, como un modelo ejemplar, un camino de perfección democrática que ofrecíamos, compasivamente, a las naciones que no habían tenido ni la suerte ni el coraje de que disfrutábamos los españoles. Todo lo que hicimos en los años setenta del pasado siglo adquirió la envergadura de un diseño celestial, capaz de convertir al pueblo y a sus dirigentes en los portadores de un evangelio democrático. Deseando exaltarla, tratando de convertirla en un hecho excepcional, lo que conseguimos fue construir un recinto más propicio a la fe que a las convicciones, más cercano a la aceptación pasiva de un acontecimiento que al recuerdo de un ejercicio de la voluntad. La democracia no fue algo que nos ocurrió a los españoles; fue lo que llegamos a conseguir con un esfuerzo que debió vencer resistencias de todos los colores, durante una década intensa y peligrosa, en aras de un objetivo común de recuperación de las libertades. Porque, durante aquellos años, fuimos capaces de responder, como pocas veces lo habíamos hecho, a las exigencias de una nación y de un tiempo que nos ponían a prueba. Los españoles no emprendimos el camino de una nueva excepcionalidad. Nos dispusimos, precisamente, a dejar de ser excepcionales.

Quienes tenemos la edad suficiente para recordarlo, podremos atestiguar cómo espoleó nuestras acciones el deseo de hacer de España un país normal. Cómo quisimos dejar atrás las abultadas líneas rojas de nuestras penosas peculiaridades. Cómo nos sentimos arropados por la indignación ilusionada de aquellos hombres que, menos de cien años atrás, se habían empeñado en construir una verdadera nación moderna, libre y responsable, que no compensara sus complejos de inferioridad con los despropósitos del casticismo ni la ternura anacrónica de los afectos de campanario. Para poder emprender esa tarea, supimos descubrir aquello que nos unía. Y lo que nos unía no era ni la cortesía elemental de quienes comparten por azar un mismo espacio ni la educada distancia con que guardan las formas los extraños. Éramos compatriotas, en el sentido más precioso y preciso que esa palabra adquirió en los mejores años del constitucionalismo liberal europeo. Sentíamos el compromiso de llegar, entre todos, a poder mirar a España como tarea, a la nación como propósito, a la patria como empresa, que exigía lo mejor de cada uno para constituirse en una comunidad de hombres y de mujeres libres. Sin la convicción de formar parte de ese proyecto, de muy poco habían de servir los cambios institucionales que lleváramos a cabo. Sin esa devoción sentida comunitariamente, no habríamos hecho renuncias que hoy parecen modestas, pero que en aquel momento fueron muy dolorosas

Durante mucho tiempo hemos creído que aquel compromiso que todos dijeron asumir era invulnerable. Creímos que, después de tantos años de desencuentros, de ensañamiento con nuestra propia tierra y nuestra propia carne, de ignorancia de lo que éramos y de desdén por lo que podíamos llegar a ser, habíamos conseguido levantar una democracia sobre el único elemento que le proporciona consistencia. Porque no hay institución alguna, por perfecto que sea su diseño jurídico, por impecables que sean sus normas de conducta, que pueda funcionar al margen de las ideas y las creencias de quienes viven a su sombra. Si los liberales de 1812 dijeron que no había patria donde no existía constitución, deberemos considerar hoy que no hay constitución donde no existe una patria. España no será una nación porque dispongamos de una Carta Magna que lo diga. Lo que nos permite considerarnos españoles no es la afirmación política de la soberanía nacional: eso viene después, eso no es una premisa, sino un resultado. Lo que debe existir previamente es el deseo de poder ejercer esa soberanía, la conciencia de ser una nación.

España no es sólo un nombre, ni es una forma de existir recluida en la aridez de sus códigos, en la débil seguridad de sus ordenanzas o en la frágil vanidad de sus ostentosas conmemoraciones. España no es una constitución, sino la voluntad de constituirse. La nación española es la que decidió dotarse de un sistema que garantizara los principios irrenunciables que han desarrollado la cultura política y los valores sociales de la civilización occidental. Sin esa conciencia, sin esa voluntad, sin esa decisión de ciudadanos comprometidos con la tarea de acabar con un siglo de angustiosas interrogaciones sobre la esencia y la existencia de España; sin esa movilización de un país en marcha que se dotó de instituciones representativas, de libertad individual y de compromiso de vida en común, de nada sirve esgrimir nuestras leyes.

En los años setenta no quisimos ser la excepción, sino atenernos a esa envidiable, tranquila y vigorosa forma de sentirse nación con que nuestros vecinos europeos nos aleccionan a diario. Ellos no necesitan justificarse todos los días ante nadie. Ellos no viven en una permanente inseguridad pública, en una duda constante sobre su razón de existir. Ellos no se permiten esa resignada comprensión ante quienes, pretendiendo afirmar una soberanía propia, desean negar la que disfrutamos todos. Ellos no comprenden que los españoles nos hayamos pasado los últimos ciento cincuenta años con esa grave patología de nuestra personalidad que consiste en no reconocernos en nuestro espejo nacional. Tampoco lo comprendemos quienes creímos que, hace cuarenta años, esta nación fue capaz de constituirse en un Estado democrático y social de Derecho, como algo más que un mero acuerdo de temporada. Creímos dejar atrás las inflamaciones sentimentales que, en el nombre de España, habían hecho tanto daño a los españoles. Creímos que nos bastaba con una idea de España y creímos en la palabra que algunos dieron para afirmar que la compartían.

Contra lo que creen determinadas concepciones de la soberanía absoluta e impune de nuestros actos, no nos es dado dilapidar la herencia recibida, esta España nuestra, este proyecto a preservar para generaciones futuras. España no es un trámite legal cumplimentado en 1978. No es una pareja de hecho a revocar a solicitud del demandante. No es un artificial parque temático en el que hemos pasado una temporada de diversión. Es la custodia de nuestro lugar en una historia irrevocable. Es nuestra posibilidad de proyectar una nación convincente y convencida a un mundo que nunca nos aceptará si no empezamos por creer en nosotros mismos. Es el lugar donde han tomado forma concreta los valores occidentales de justicia social, de igualdad de oportunidades y de libre realización del individuo. Es el espacio de nuestra modernidad, de nuestros derechos, de nuestra integración como sociedad avanzada. Por esa idea de España hemos de poner ya manos a la obra. Hemos de responder a quienes tal vez han tomado nuestra tolerancia como falta de principios y nuestra prudencia como invalidez. Como escribió Ortega hace cien años, no se trata sólo de la España con la que nos encontramos ya hecha, al alba de cada día, sino de esa España que sigue necesitando de nuestra voz y nuestros actos para vivir. Para ser vivida.

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR , DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN DOS DE MAYO, NACIÓN Y LIBERTAD, ABC 18/01/13