Álvaro Perea González-El Español
  • España y sus españoles llevan siglos sobreviviendo a la indignidad de algunos de sus gobernantes. Estos no serán una excepción. España sobrevive. Siempre lo hace. Siempre lo hará.

La primera aproximación ya es en sí misma reveladora.

Puedes apreciar esa silueta de colina o montaña amorfa, pintada sobre tonos oscuros de marrón, negro, incluso algunos verdosos, los que atestiguan el estado de descomposición de la masa movediza.

De lejos podría parecer una anomalía, algo que no termina de encajar, algo que no estás acostumbrado a ver.

Sin embargo, cuando la cercanía se convierte en contacto, los ojos, las manos y sobre todo el olfato otorgan certificado de credibilidad a la ominosa ruina de residuos democráticos, sociales, éticos.

Pasados algunos minutos, el hedor es insoportable, el ambiente se envenena, irrespirable como una atmósfera de azufre y amoniaco.

Al cabo del rato, los roedores advierten la prudencia de la huida.

«El procesamiento del fiscal general del Estado no es solamente un hecho histórico en la larga y complicada historia de nuestro país. Es mucho más»

Escribo estas líneas en la España de junio del año 2025, en la España que ningún español hubiese soñado, en la España que jamás habríamos creído, en esta España que por tanto y para tantos es inmerecida.

La España de Pedro Sánchez, la España de Carles Puigdemont, la España de la amnistía.

Esta España irrespirable de imputaciones judiciales, corrupción, crisis de legitimidad y deterioro democrático.

El procesamiento del fiscal general del Estado no es solamente un hecho histórico en la larga y complicada historia de nuestro país. Es mucho más.

Es la acreditación plena y solemne de la conversión de España, o al menos de su vida política, en un estercolero gigantesco, de proporciones bíblicas, de olor intenso y espeso que penetra en los cuerpos insólitos y resistentes de los españoles, tan acostumbrados a la decadencia moral de los últimos años que la Ley, la más verdadera y vigorosa, es la que proclama que no hay Ley.

La amnistía colectiva como vacuna frente a la verdad de 1978.

El pronunciamiento del Tribunal Constitucional ya casi es intrascendente. Todo el daño viene hecho. La sentencia será inejecutable, por ya ejecutada. Carente de objeto.

En este Estado, en este estado de las cosas, el planteamiento que hemos de elaborar, que debemos proponer, es el que atañe al ciudadano medio, al testigo presencial del zumbido de los insectos, del crujido de la materia descomponiéndose.

¿Qué le podemos decir a Francisco? ¿A Laura? ¿A Carlos? ¿A Mercedes?

¿Qué pueden esperar de esta España inhóspita y contaminada?

Escribía Cela, hace mucho aunque no hace tanto, que la envidia, la desobediencia y la discordia marcan al español y sus secuelas (el cáncer disociativo, la mesiánica demencia, el epiléptico cariz de sus reacciones políticas y la parálisis de su estructura social), todas fáciles de entender.

Y que España, como cuerpo enfermo, necesitaba para sanar primero saberse enferma.

Sin esta premisa, todo lo demás derivaba en imposible. Ficción infinita de irrealización.

¿Se saben Francisco, Laura, Carlos o Mercedes ciudadanos de un país enfermo? ¿De una política de gobierno convertida en mafia? ¿De una sociedad desquiciada en la que el principal promotor de la acción penal es sujeto pasivo de ella?

España se arranca los ojos ante el espejo. Arcadas, mareos, náuseas. La piel se siente pegajosa, palidece amarillenta, se torna mustia, vecina cercana de la muerte. La locura abre la ventana, el sentido cívico en la unidad de la idea nacional se despide por la puerta.

Con la vista puesta en el futuro venidero se torna harto imposible arrojar una cabal explicación sobre este presente, sobre el caso de Begoña Gómez, sobre el caso de David Sánchez, sobre el caso del fiscal general, sobre el caso Ábalos.

Todo en la política española gira alrededor de su presidente, pero es que su presidente ya no es tal, sólo el rey poderoso de un estercolero monstruoso de corrupción, desorden y arribismo.

Todos los Ministros vestidos con tonos ocres, verdes oscuros, manchados de moho. Ya casi nadie ríe, porque incluso para los responsables el olor es letal.

Nadie resiste la corrupción, ni siquiera el propio corrupto.

La despedida es cegadora, la superficie, conforme uno abandona el lugar, puede llegar a parecer brillante, tal vez por la humedad, reseca, agrietada. A los pocos minutos, la respiración recupera un compás que parecía olvidado, los ojos vuelven a poder mirar, el olfato indulta la arcada.

Sobre lo alto del montículo todavía quedan el presidente y sus ministros, sus familiares, sus amigos, toda la corte de beneficiarios del delito, de partícipes a título lucrativo, de responsables civiles y penales.

Pero el estercolero, ciclópeo y poderoso, ya no se llama España. Uno ya no puede identificarla como tal.

Porque España, y sus españoles, Francisco, Laura, Carlos o Mercedes, llevan siglos sobreviviendo a la indignidad de algunos de sus gobernantes. Estos no serán una excepción.

La colina, amorfa y en caída, queda atrás. España sobrevive. Siempre lo hace. Siempre lo hará.

*** Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.