No es tiempo para el optimismo. En Occidente, al menos, son minoría los que creen que las cosas van en la dirección correcta. No debe sorprender por tanto la emergencia de una corriente historiográfica que afirma el carácter inexorablemente cíclico de la Historia. Obviamente, la idea de ciclo histórico no es nueva. La novedad de estas aproximaciones radica en la exactitud con la que pretender predecir – y a veces en efecto predicen – cambios sociopolíticos de gran calado.
Peter Turchin, autor de End Times: Elites, Counter-Elites, and the Path of Political Disintegration (algo así como “El Final de los Tiempos: Élites, Anti-Élites y el Camino hacia la Desintegración Política”, aún no traducido al español) es quizá el exponente más conspicuo de este movimiento. Principalmente por su currículum: Turchin no es historiador, sino que se describe como “científico de la complejidad” y tiene formación en matemáticas y biología. En su último libro, Turchin plantea que las sociedades evolucionan de forma predecible en función de cómo se resuelve la tensión entre dos fuerzas: la mayoría social y las élites. Cuando el equilibrio se rompe en favor de estas últimas, la inestabilidad política se convierte en inevitable.
Las sociedades complejas necesitan élites para funcionar. La importancia de estas aristocracias del mérito desde un punto de vista democrático radica en su rol de custodios del orden establecido. En la medida en que las élites en sentido amplio (militares, económicas, culturales, administrativas) son las mayores beneficiarias del régimen vigente, cuentan con un claro incentivo para facilitar su reproducción a lo largo del tiempo.
¿Qué ocurre sin embargo cuando hay un exceso de élites, cuando el desarrollo económico sostenido desemboca en una superproducción de cuadros que no encuentran cabida en las estructuras existentes? Turchin plantea que la competencia entre estas por un número menguante de posiciones socialmente valoradas, proporcionalmente, conduce a una competencia destructiva para el sistema.
Uno a uno, todos los cimientos de nuestro marco de convivencia han ido cayendo como consecuencia siempre de un choque entre élites y anti-élites o élites aspiracionales
Aunque Turchin se centra en Estados Unidos, aquí en España algunos analistas plantearon una hipótesis parecida para explicar el procés, que no en vano se fraguó tras la Gran Crisis de 2008. Benito Aruñada y Víctor Lapuente, por ejemplo, argumentaron que la “clerecía” catalana, o aquellos que viven de “crear, preservar, y diseminar la cultura nacional”, entró en un cisma con la burguesía local que abonó el campo de cultivo para la explosión del independentismo. A su vez, esta élite lingüístico-administrativo-cultural desplegó su proyecto en contra de la mayoría social hispano hablante y ajena al sector público.
En España en su conjunto, un vistazo a los últimos 20 años nos ofrece una imagen semejante. Uno a uno, todos los cimientos de nuestro marco de convivencia han ido cayendo como consecuencia siempre de un choque entre élites y anti-élites o élites aspiracionales, como también las denomina Turchin. Este declive comenzó justo cuando en España la generación que se hizo adulta en democracia entró en primera línea política a la vez que el país agotaba la pista de desarrollo económico sostenido del que habíamos disfrutado durante décadas.
Primero fue el reconocimiento mutuo de los políticamente distantes, el gran logro de la Transición. El ascenso de los nuevos cuadros del PSOE a principios del siglo XXI, representados por el expresidente Rodríguez Zapatero, necesitó de una renovación de la oferta electoral de un partido socialista exhausto de capital político tras cuatro legislaturas en el poder. Negar la legitimidad del adversario, en este caso del centro derecha, permitió al PSOE aggiornar su discurso y marcar diferencias con la dirigencia anterior, a la vez que cimentaba la idea de un remplazo no solo dentro del socialismo, sino a nivel de país. Los descendientes de los represaliados por Franco iban a gobernar por fin, como si la Transición nunca hubiera ocurrido.
la “nueva” política surgió para ocupar el lugar de los partidos tradicionales. Si bien su éxito ha sido parcial, no cabe duda de que sus excrecencias hoy caracterizan la vida política española
Del orden territorial ya hemos hablado. En cierto modo el levantamiento secesionista del nacionalismo catalán fue la manifestación más explícita de la incapacidad del Estado autonómico para colmar las aspiraciones de unas élites emergentes – las clerecías – sin capacidad de encontrar acomodo en un ámbito -el catalanoparlante-limitado territorialmente.
Y finalmente cayó el sistema político. Aquí la dinámica del conflicto entre élites y anti-élites es indiscutible: la “nueva” política surgió para ocupar el lugar de los partidos tradicionales. Si bien su éxito ha sido parcial, no cabe duda de que sus excrecencias hoy caracterizan la vida política española. La dinámica de bloques, el todo vale y la amauterización de la profesión del político son el producto de una selección negativa impulsada por el asalto de unas anti-élites que en la práctica han impuesto sus modos.
Apenas unas fechas después del 23 de julio, parece que el último pilar que resistía al derrumbamiento total del sistema político, la confianza en cómo se administran las elecciones, está a punto de ser arrastrado por la corriente desintegradora. Un siglo después de que Ortega advirtiese de la invertebración de España, el problema parece de nuevo una cuestión de élites. No de su ausencia o desidia, pero de su mezquina competencia a la baja en un contexto de estancamiento y empobrecimiento que sea cual sea el resultado de las urnas parece llamado a persistir.