CARLOS DOMÍNGUEZ LUIS- El Mundo

El autor destaca que la crisis independentista catalana está teniendo, entre otros efectos, el de destaparla ausencia de liderazgos fuertes en los que la ciudadanía pueda hacer descansar su ávida confianza.

DESDE la celebración (o no celebración, según los ojos con que se mire), el pasado 1 de octubre, del referéndum proyectado por las fuerzas independentistas catalanas como paso previo para la declaración unilateral de independencia operada semanas después, han corrido ríos de tinta, navegados por los más sólidos analistas, en los que se han escrutado hasta los vértices más imperceptibles de la problemática suscitada en torno al denominado procés soberanista.

En verdad, el asunto ha dado mucho que hablar. No en vano, por vez primera en nuestra historia democrática reciente, se ha aplicado una norma –el artículo 155 de la Constitución– de frecuente apelación retórica pero de desconocida dimensión práctica. De otro lado, se han incoado novedosos procesos penales por la presunta comisión de delitos de rebelión por parte de quienes promovieron la indicada declaración unilateral de independencia, acontecimiento procesal que ha irrumpido también con notoria originalidad en la España constitucional y que resulta llamativo que haya tenido que producirse en unos tiempos marcados por un mundo cada vez más globalizado. Finalmente, y sin ánimo de ser exhaustivos, la situación de un ex presidente de Comunidad Autónoma que permanece prófugo de la Justicia y que sigue participando, bien que de forma virtual, en los avatares políticos de aquélla, al punto de reclamar su investidura como máximo mandatario a distancia, parece el relato envenenado de una comedia esperpéntica, que, sin embargo, debe producir poca gracia si se repara en la imagen que, como país, proyectamos hacia el exterior.

De todas estas cosas se ha reflexionado, y mucho, en los últimos meses. Hay, empero, un solo aspecto sobre el que quizá merezca la pena ahondar. Y es que lo ocurrido en Cataluña –y que, lamentablemente, sigue ocurriendo– ha destapado otro problema latente en la dinámica de la vida política actual: la ausencia de liderazgos fuertes en los que la ciudadanía pueda hacer descansar su ávida confianza.

A diferencia de lo acaecido durante la Transición –etapa en que la cantera de políticos de primer nivel y elevada formación parecía no tener fin–, asistimos ahora a un momento en el que resulta difícil encontrar representantes públicos que respondan a tal perfil. En el caso concreto de la crisis catalana, la sensación perceptible es que el Estado, en muchos momentos, ha caminado a rebufo de los planes independentistas y con apoyo en el siempre resistente bastón de la prudencia. A veces, no ha quedado claro si el proceder seguido estaba basado en esa prudencia o en la falta de iniciativa, en la prudencia o en la simple falta de pericia en la gestión de problemas de primera magnitud.

El resultado de las últimas elecciones celebradas en Cataluña, convocadas bajo el manto jurídico del artículo 155 de la Constitución, ha demostrado la existencia de una fractura social –y política– en aquel territorio de incierto –y tenebroso– futuro. Ciertamente, el objeto de reflexión no puede ser, en estos momentos y por mucha gravedad que concite, el desplante reciente hecho al Rey, a propósito de su última visita a Barcelona, por algún flamante nuevo cargo institucional catalán. La cuestión digna de análisis debe estar referida al porqué de que esa persona ocupe ese concreto cargo, es decir, al porqué del elevado respaldo electoral con el que sigue contando el bloque independentista.

En el contexto actual, escurrir el bulto, es decir, aplicar puro tecnicismo y renunciar a la implementación de políticas valientes que apuesten por el interés general de España de una vez, que rompan con las hipotecas heredadas desde hace lustros e impuestas por el nacionalismo como garantía de los préstamos leoninos otorgados en contrapartida de la sostenibilidad gubernamental en Madrid, se concilia mal con el ansiado liderazgo que se reclama en la vida pública nacional. Resulta quimérico pensar que, hoy por hoy, los ciudadanos quedemos obnubilados con expresiones del tipo «hacer lo que se debe hacer» o «es de sentido común», cuando la trepidante –y cruda– realidad evidencia que el problema catalán, pese a la heroica actuación de jueces y fiscales, se oxida socialmente y, lejos de resolverse, arraiga en generaciones nutridas por una educación a menudo distorsionada.

El liderazgo político ha de partir de que la gran sabiduría no es algo obvio, porque lo que todo el mundo conoce y da por hecho no se llama sabiduría. El líder, el verdadero líder, sabe presentar como normal lo original y brillante. Entusiasma y emociona con su discurso y afronta los problemas y toma de decisiones con estrategia predeterminada. Tiene principios e ideario claros. Por decirlo gráficamente: vence primero y batalla después, pues lo que está en juego, el interés general, no admite derrotas. Por desgracia, distan mucho estos rasgos distintivos del líder con la dictadura del eufemismo que sigue instalada en España desde hace lustros.

Sabe también el líder que hay que evitar las pugnas con vocación de permanencia en el tiempo, so pena de agotamiento de las fuerzas y nacimiento del desánimo. Como dijo Sun Tzu hace 2.500 años, el ejército empleado en empresas duraderas es como el fuego: si no lo apagas, se consumirá por sí mismo. Es el riesgo que se corre en Cataluña. Y, probablemente, el mejor signo de que algunos son conscientes de ello es su decidida resolución a estirar la problemática cuanto más mejor.

Pero, además de en la valentía y la sabiduría, el liderazgo ha de descansar en una cualidad igualmente añorada en la política española en estos tiempos que corren: la reputación. Como bien es sabido, la reputación puede estar ligada a la habilidad o al carácter. La primera se adquiere al desplegar ciertos talentos particulares que, a ojos de los demás, revelan un elevado nivel de pericia en el ámbito de que se trate. La reputación ligada al carácter, por el contrario, se adquiere por ser persona veraz y digna de confianza, íntegra y honesta. No es necesario mostrar ninguna habilidad especial para adquirir una reputación de buen carácter, pero sí será preciso exhibir a lo largo del tiempo una conducta que otros puedan considerar merecedora de su estima.

OCURRE que, en política, acumular una buena reputación ligada al liderazgo suele llevar mucho tiempo. Aunque es posible hacerse rico con rapidez, el líder –o líderes– en un sistema democrático serio no nace de la noche a la mañana (como parece suceder en España, mediante sistemas digitales), sino tras un proceso de acopio de buena reputación largo y arduo, tejido en redes de relaciones en las que poder obtener el reconocimiento de los demás.

De otro lado, y si bien es cierto que la reputación, en cuanto factor dependiente de la estima de otros, es un elemento intrínsecamente abierto a la posibilidad de desacuerdos y disputas, no lo es menos que nos hallamos ante un recurso que no se agota con el uso. Antes al contrario, su exhibición en el correcto sentido puede consolidarla e, incluso, aumentarla, al atraer la atención de otras personas sobre ella.

Pero la buena reputación en política es también un recurso muy frágil, que puede reducirse rápida y completamente. No se puede vivir de él sin cultivarlo a diario. La vinculación, por ejemplo, con temas de corrupción constituye hoy en día un elemento que puede deshacer a gran velocidad la red de juicios y valoraciones que forman la base de la reputación. En estos casos, la reputación es un tipo de recurso que puede ser muy difícil de restaurar en el supuesto de ser seria y sustancialmente mermado. En otras palabras, la reputación es, en ciertas circunstancias, un recurso no renovable.

Pues bien, no hay líder que se precie sin una buena reputación. Si nunca se tuvo o, habiéndola tenido, ha desaparecido, el liderazgo real estará muerto, por más que siga figurando en la tarjeta de visita. La debilidad comenzará a transitar y, ahí, hasta los propios prepararán el asalto. El problema es que, entretanto, el interés general se compromete. Y esto no va de supervivencias personales. Va de que nuestros hijos puedan seguir teniendo un futuro digno en este país. Y sólo liderazgos fuertes, con valentía e ideas claras pueden conseguirlo.

Carlos Domínguez Luis es abogado del Estado excedente y abogado en ejercicio.