- El autor critica la manipulación del lenguaje en la pandemia y su sumisión a intereses partidistas.
No te imaginas a Angela Merkel renunciando a sus obligaciones de liderazgo nacional y escondida detrás de los Lander. Pero a nadie sorprenderá que Pedro Sánchez haya decidido justamente eso, renunciar a sus responsabilidades indelegables en la dirección nacional de la crisis. El Gobierno de España, cuando la pandemia circula sin control, se ha declarado desertor.
Es lo que hace el ministro Illa cuando exige a las Comunidades Autónomas que se coordinen; él, que es el responsable de la coordinación. Un Gobierno desaparecido, que ya ha convertido a nuestro país en el “enfermo de Europa” con 175 contagios por 100.000 habitantes cada 14 días, mientras Italia está en los 15 casos. ¡Sí, Italia!
Estábamos advertidos. Negro sobre blanco, el Imperial College de Londres, situaba a España en junio en el mayor nivel de riesgo frente a una segunda oleada. Advertían a Reino Unido, Italia, Francia y, especialmente, a España, de la necesidad de tomar medidas excepcionales al iniciar la desescalada por partir de un “umbral de movilidad” peligroso. Hoy, los datos evidencian que tres hicieron caso, pero España, no.
Lo que sigue es bien conocido: las peores previsiones del Imperial College se cumplieron, y hoy es ya un lugar común que en todo el mundo se califique al gobierno español como el peor gestor de la pandemia. Y, aún más grave, los grandes inversores extranjeros toman nota.
Estamos obligados a preguntarnos cómo hemos llegado a esto, cómo es posible que nuestro ritmo de contagios sea diez veces mayor que el de Italia. Y ninguna respuesta puede ignorar la raíz del desastre: el Gobierno de Sánchez ha priorizado la propaganda sobre la gestión de la crisis con la intención de evitar costes electorales.
Lo demuestra diariamente el storytelling de Moncloa dirigido por Iván Redondo, la fábrica de relatos reproducidos a todas horas por una mayoría de medios, especialmente, televisiones. El método, simple y muy conocido, se basa en el principio “si nada es verdad, nadie puede criticar al poder, porque no hay ninguna base sobre la que hacerlo”. Y es tan efectivo que, si un periodista como Vicente Vallés se atreve a decir que la tierra es redonda, es declarado proscrito.
Los españoles no podremos librarnos de esta lacra si no recuperamos un lenguaje público decente. El maestro de periodistas Mark Thomson -Sin palabras, 2017- lo expresa con claridad: “En el mundo de la política y la gestión pública las palabras son acciones, y tienen consecuencias”. Sí, la falsificación interesada de la realidad que sale de La Fábrica montada por Iván Redondo tiene consecuencias.
En los primeros momentos de la pandemia, todos los esfuerzos de propaganda se centraron en equiparar a España con el resto de Europa. Entonces se hacía repetir al ministro Illa cosas como “a todos los países nos pilló desprevenidos”,y al presidente Sánchez, aquello de “la crisis sorprendió a Occidente”. Cuando los datos apretaban y colocaban a España en mal lugar, el esfuerzo se centraba en elaborar otras “explicaciones” que taparan la realidad.
Ministros y periodistas comprometidos inundaron la escena de “factores genéticos”, “usos y costumbres locales” o “la ubicación de Madrid en línea recta con Pekín, Roma y Nueva York”. Y convirtieron a Simón en un hombre del tiempo simpático, el buen portavoz. Lo que sirviera para ocultar la evidencia: las negligencias del gobierno que llevaron, primero, al descontrol de contagios y, ahora, a la explosión de la segunda ola que estamos sufriendo.
Cuando la comparación con Italia convierte en inverosímiles todos los relatos construidos, La Fábrica concentra su narrativa en el monográfico “dejar en manos de las Comunidades Autónomas”, desde la vuelta a clase a entenderse con los jueces. No ocultan las intenciones: que se desgasten otros.
Lo que hace La Fábrica, conectada a sus terminales mediáticas, no es ingenuo. Supone una perversión del lenguaje público que, como le ocurrió a Argentina con el peronismo, daña la convivencia y provoca lo que allí se conoce como “La Grieta”, una división insoportable de la sociedad de la que ya no son capaces de librarse.
Está pasando en España; los mensajes cambian según las necesidades del conglomerado sanchista. En la gestión de la pandemia, el problema no son los cuatro gatos negacionistas de Bosé, sino los cambios del lenguaje público a conveniencia del gobierno. Y la crisis de confianza en las palabras de las autoridades es lo que provoca divisiones, y no es cuestión menor, ya que puede salvar o poner en riesgo vidas.
Como en el peronismo, se está imponiendo entre nosotros lo que George Orwell llamaba en su novela 1984 el “doblepensar”, es decir, la aceptación de ideas contradictorias como una de las peores formas de perversión del lenguaje.Es lo que practican Iglesias y su grupo cuando califican como escrache lo que sufren, pero se convierte en práctica democrática si lo protagonizan ellos.
Igual que llamar corrupción a una práctica si la realizan los otros, pero no cuando el protagonista eres tú. O utilizar el prestigio de pedir la extradición de Pinochet para, tiempo después, ganar millones defendiendo a los golfos del chavismo perseguidos por la justicia. Simples ejemplos de la deriva peronista de España.
Suelo ver los programas de El Gran Wyoming para comprobar cómo se adaptan los cuentos de La Fábrica de Redondo al lenguaje “gracioso”, especialmente ahora con los aprietos del gobierno ante los datos de la epidemia. Ninguna sorpresa: se hacen chistes con lo que daña a los enemigos políticos, pero no, si perjudica a “los nuestros”. Peronismo en registro cómico.
El periodista argentino Jorge Lanata, curtido en todas las batallas contra el fascismo peronista, lo explica muy bien: no confundir periodismo con partidismo, uno pregunta, el otro imparte consignas. Vital distinción en tiempos del Covid.
*** Jesús Cuadrado Bausela es geógrafo y ha sido diputado nacional del PSOE en tres legislaturas.