Ignacio Camacho-ABC

No es rabia, sino hartazgo. No es ira sino cansancio. Una autoestima colectiva estimulada por el desdén y el rechazo

«Somos el ser que se crece, somos un río derecho» (Gabriel Celaya)

ESE río de coraje que ha roto al fin la presa de su silencio para desbordarse por las calles catalanas; esa onda viva y serpenteante que grita «Prou», «Basta», se llama España. La España cívica, la España constitucional, la España democrática. La hemos visto estos días llenar sus balcones de banderas rojas y gualdas y ayer la escuchamos alzando su voz soberana. Hacía falta; hay momentos en la Historia en que una nación tiene que hacerse oír para ser respetada.

Acostumbrado a imponer su designio excluyente y obligatorio, el soberanismo catalán ha desdeñado a esa España callada hasta despertar en ella un adormecido orgullo patriótico. Una especie de nacionalismo defensivo que no se proclama mejor que los demás pero exige respeto a sus valores propios. Un sentimiento constructivo que pide convivencia frente a la discordia, unidad frente a la ruptura, firmeza frente a la deslealtad, solidaridad frente al odio. Que reclama la dignidad de un proyecto común en el que todos puedan ser distintos sin que nadie se crea más que otro.

No es rabia, sino hartazgo. No es ira sino cansancio. La continua reclamación unilateral de privilegios ha provocado la irritación de millones de ciudadanos. Esta sacudida de rebeldía no corresponde a una explosión de españolismo rancio; es la reverberación de una autoestima colectiva estimulada por la insistencia separatista en el menosprecio y en el rechazo. Es la expresión decidida de una sociedad que ha logrado entenderse consigo misma a lo largo de cuarenta años y que no está dispuesta a repetir la experiencia amarga de una división que la condene al fracaso.

Ayer habló también, como parte de ese anhelo de concordia, la Cataluña sojuzgada por el secesionismo hegemónico. Los catalanes disconformes con el pensamiento único administrado en régimen de monopolio. Aquellos «ciutadans» a los que apeló Tarradellas para enterrar viejos demonios. Gente –mucha, al menos tanta como la otra– que no quiere ser extranjera en su propia tierra ni se resigna a ejercer de comparsa de una revolución populista fundada sobre mentiras flagrantes y empapada de delirios mitológicos.

Esta movilización histórica supone un caudal político incuestionable que necesita acogida, interpretación y reflejo. Necesita el respaldo de los partidos constitucionalistas y el compromiso de responsabilidad del Gobierno. No se trata de una súplica sino de una exigencia; no es una interpelación sino un requerimiento. Cualquier dirigente soñaría con un clima de opinión pública que le trasladase con tanta claridad la voluntad legítima de su pueblo. Esa España en marcha que soñó Celaya ha decidido, por fin, pasearse a cuerpo. Corresponde a los actores públicos convertir esa fuerza en el auténtico factor de un nuevo comienzo