- El papel de las élites es escoger los pilares que se deben volar por los aires: un día fue el absolutismo, otro el poder de la Iglesia. ¿Qué será lo próximo?
Cuando un volcán entra en erupción y lo arrasa todo o cuando el Nilo se desborda y acaba con todo a su paso, se produce un curioso fenómeno: la lava volcánica se termina por solidificar y al irse erosionando sus abundantes minerales fertiliza la tierra. A veces, hasta se amplía el tamaño de una isla.
Algo parecido sucede con el río Nilo. Sus terribles crecidas lo destruyen todo a su paso, sí, pero cuando al fin amanece, queda el limo, una fertilizante natural que permite al país de los faraones alimentar a 110 millones de almas.
Incluso cuando una batida de cazadores elimina a cientos de conejos en España —y recordemos que Hispania significa «tierra de conejos»—. Esa aparente matanza sirve para reordenar el ecosistema y evitar que esa prolífica especie rompa el equilibrio ecológico.
La destrucción a menudo es meramente destructiva, aunque también a menudo alberga una contradictoria dosis creadora ¡y hasta de progreso! Por ejemplo, el movimiento socialista del siglo XIX y XX provocó una tremenda pobreza en numerosos países de Europa del Este durante la existencia de la URSS. Sin embargo, es justo admitir que permitió impulsar una lucha por los derechos laborales y sociales que, de no haber contado con ese «espoleador», habría sido mucho más lenta. O quizás ni habría sido.
Alguien debía acabar con las monarquías absolutas en Europa, alguien debía echar a los británicos de África o a los españoles de América, cierta destrucción forma parte del modo de reconstruir la realidad mediante nuevos cimientos.
Pero ¿qué distingue al cambio gradual de la destrucción creativa? La clave de la destrucción creativa es el choque —el shock—, la irrupción repentina y en un corto espacio de tiempo que a menudo resulta traumática. Basta pensar en la Revolución rusa y la consiguiente guerra civil, la Guerra de Independencia española o la caída del Muro.
«La destrucción creativa solo existía cuando la sociedad acumulaba excedentes de malestar y un sentido de la injusticia durante años»
Muchos de estos fenómenos obedecen a una suerte de función social, que va acumulando —o más bien conteniendo— energías que sufren una descarga rápida, como si se tratara de un individuo que lleva años incubando una gran crisis de ansiedad.
Ahora bien, la clave es que dicha destrucción no consista en un mero alivio, como quien se desfoga una mala noche para que nada cambie. La clave es que la destrucción debe ser —idealmente— demolición. La demolición la efectúan las élites, que poseen un grado solamente parcial de control sobre la misma, confiando el resto a haber percibido esa lenta acumulación de presión social lista para constituir el explosivo para la demolición. Así, el papel de las élites es escoger los pilares que se deben volar por los aires: un día fue la monarquía absoluta, otro el poder de la Iglesia y otro podría ser cualquier cosa.
La destrucción creativa solo existía cuando la sociedad acumulaba excedentes de malestar y un sentido de la injusticia durante años o décadas, hasta que estallaba el malestar como si se tratara de un reflejo del estado psicosomático del grupo. En cambio, si la sociedad mantiene un cierto grado de bienestar material y de alivio individual —por medio del consumismo, la intensa práctica religiosa o la guerra—, este grado de bienestar no llegará a convertirse en destrucción creativa, aunque indudablemente exista un grado de insatisfacción.
Esta última es la situación social de España, y ante ella existen dos caminos: o se sostiene la lenta acumulación de malestar, con la esperanza bien fundada de que no suceda nada —pero sin la certeza de que así pase— o se inicia una demolición controlada. Pero ¿qué hay que volar y qué hay que preservar? Eso lo decidirán las élites. O será la destrucción sin criterio la que lo haga.
*** Yago Rodríguez es analista militar y geopolítico, y director de The Political Room.