Aurora Nacarino-Brabo-El Español

 

En España ya no se puede hablar en serio sobre nada. La conversación pública es un diálogo de sordos protagonizado por una sucesión de temas que estallan y alcanzan su máximo apogeo y desaparecen, por eclipse de un tema nuevo, en el plazo de una semana.

La agenda mediática se escribe al dictado del Gobierno, salvo concurso de alguna desgracia en la que se atisbe rentabilidad política: el asesinato de un muchacho homosexual justifica manifestaciones contra Isabel Díaz Ayuso, el apuñalamiento de un joven a manos de una banda latina da alas al discurso xenófobo. La agresión de un colombiano con antecedentes a un enfermero que le recordó su obligación de llevar mascarilla en el metro se ha convertido en un enfrentamiento entre defensores de la sanidad pública y contrarios a la inmigración.

El debate público en nuestro país es una página de sucesos en la que se hace pasar por general lo anecdótico, y lo excepcional pretende dar cuenta de la cotidianidad. España es casi El Caso: se jalea el miedo y se alimenta el morbo, pero siempre con algún interés político.

Este estado de cosas impide el ejercicio de discusión que es propio de las democracias. Decía el sociólogo Robert E. Park que la diferencia entre la opinión pública y la masa estriba en la naturaleza de los argumentos que movilizan a una y otra. Racionales y críticos, en el caso de la primera. Sentimentales y encendidos, en el de la segunda. Sólo cabe concluir que en España no hay opinión pública, sino masa.

Y es una lástima, porque en la sucesión de temas que han ocupado de forma efímera las portadas del último mes había asuntos que merecían más atención y algún comentario capaz de trascender el rifirrafe de trinchera. Mencionaré sólo algunos.

El Gobierno anunció que prepara una reforma de la ley de seguridad nacional que permitirá la movilización de todos los mayores de edad si se decreta un estado de crisis. La noticia fue despachada como ramalazo autoritario por la oposición y sus comentaristas afines, pero eché de menos que alguien se preguntara si no hay algo de la idea liberal clásica de la nación en armas en esta norma remozada, desprovista ya de fusiles por posmoderna.

Supongamos que la canícula de julio cediera al paso de un frente borrascoso como el que ha anegado Bélgica y parte de Alemania, y que el presidente nos convocara a apilar sacos de arena, improvisado malecón, en la ribera del Manzanares o del Arlanza. ¿Acaso no hay aquí espacio para un debate que ponga en liza las nociones de patria y de libertad, de Estado y de individuo? ¿Y acaso no tendría este más enjundia que aquel de la matria, que ahonda en el estereotipo de género al identificar lo femenino con ciertas actitudes de protección?

En otra ocasión, el ministro de Consumo realizó una serie de recomendaciones sobre la moderación del consumo de carne esgrimiendo razones de salud y sostenibilidad. No es, ni por asomo, lo más insensato que ha dicho Alberto Garzón, pero la discusión fue imposible y se dio por cerrada con humillación para el ministro y una sentencia del presidente Sánchez que demostró lo bien tomada que tiene la temperatura intelectual al país: “Donde me pongan un chuletón al punto…”.

No se analizó desde la evidencia disponible si la ingesta excesiva de carne se relaciona con problemas de salud ni en qué medida las externalidades que genera su producción son o no sostenibles para el planeta. Lo más sofisticado que se articuló fue una defensa de los intereses económicos que podrían verse lesionados por un cambio en nuestra dieta. Es, desde luego, un argumento inteligible, pero que no puede servir para dar carpetazo a un debate en el que se ve involucrada la salud. Por poner un ejemplo extremo, no estaría justificado que el Gobierno cejara en su lucha contra el tabaquismo porque haya personas para las que la industria del cigarrillo constituya su sustento económico.

Y no compareció en el debate el argumento ético, que es el más escurridizo porque la sustancia de las cosas morales es inasible e imposible de delimitar, pero, seguramente, también es el argumento de mayor fuste. Que comer entrecots aumente, pongamos por caso, un 0,05% la probabilidad de desarrollar un tumor es un dato que me deja un poco fría, pero es fácil, en cambio, escuchar en el llanto de una ternera todos los llantos.

En fin, todo esto era para decirles que echo de menos un debate público algo más armado de razones, pero, si no puede ser, allá va mi aportación a la cacofonía patria (o matria): me vuelven loca los guisantes y pueden contar conmigo para apilar sacos de arena en caso de inundación.