Juan Carlos Girauta-ABC
- Si nuestra historia imperial le hubiera tocado a cualquier otra nación del orbe, su cine, sus medios, su literatura, sus colegios y su conocimiento convencional habrían llenado de fechas, nombres y orgullo las cabecitas de sus nacionales, de sus vecinos, de sus hermanos de lengua y de cualquiera que les escuchara
El imperio de la idiotez es el que sucede al estadounidense, que es el que sucede al español. Entre el nuestro, humanista, y el useño no hubo imperios sino potencias coloniales, algo bien distinto por mucho que Gran Bretaña se aferre a la palabra y por mucho que los Estados Unidos la repudien. El imperio actual de la idiotez es el que nos obliga, por ejemplo, a simular que ayer fue un día cualquiera en vez del quinto centenario del fin de un mundo y el nacimiento de otro. Huelga decir que la idiotez cobra formas universales y particulares. La ideología de género o el terror climático son universales, actualizar la propia historia es universal. Aniquilarla es particular de España.
Para qué vas a perder el tiempo tergiversando una historia de la que aquí nadie sabe nada. Tú puedes retorcer, con éxito de público, la Segunda República y la Guerra Civil porque se sabe algo, por poco que sea, de los feroces años treinta. Se han hecho mil pelis; eso basta para que a la España que no lee le parezca una indignante mentira cualquier verdad incómoda (gore). Qué sé yo, que el PSOE dio un golpe de Estado, o que socialistas de la Motorizada de Prieto mataron a uno de los dos líderes de la oposición, librándose el otro por los pelos. Mientras no nos metan en la cárcel por contar la parte de la historia que el cine español no recreó tendremos polémica. Y los únicos responsables serán los que no aceptan verdades incómodas. De ahí que las vayan a prohibir, y a tomar viento.
Del Imperio español no se sabe nada porque el cine pasa mucho y la escuela aún más. Véase la inconmensurable proeza de Cortés hace quinientos años y un día. En tal situación, manipular rinde lo mismo que no manipular. Al Gobierno le basta con no decir nada. Sí que dicen y sí que aberran los chalados del indigenismo ful. La agitada tropilla ignora que en aquella lucha de conquista se libraba también una guerra de varios pueblos indígenas contra su indígena opresor. Cortés dirigía a aliados un poco hartos de que les arrancasen el corazón, los desmembraran con afiladas obsidianas y amontonaran sus cráneos a mayor gloria de Huitzilopochtli. Ese dios no se saciaba nunca, y los cien mil hombres que acompañaron a Cortés en la toma definitiva de Tenochtitlán lo sabían mejor que nadie.
Insisto, ¿qué vas a tergiversar cuando no existe ni la sombra de una idea sobre la España del siglo XVI? Una cosa sí te digo: por mucho que el imperio de la idiotez sea universal, no hay gobierno en el mundo más alineado que el nuestro con el espíritu de su tiempo. Si nuestra historia imperial le hubiera tocado a cualquier otra nación del orbe, su cine, sus medios, su literatura, sus colegios y su conocimiento convencional habrían llenado de fechas, nombres y orgullo las cabecitas de sus nacionales, de sus vecinos, de sus hermanos de lengua y de cualquiera que les escuchara. Si nuestro fue el imperio humanista de las universidades y los hospitales y los caminos y el mestizaje, hoy somos el primero de la lista en el nuevo imperio de los idiotas. Eso no se nos puede negar.
En medio, te comentaba, está el imperio estadounidense, el imperio renuente, el que ‘preferiría no hacerlo’, como Bartleby el escribiente. Uno que se ve obligado, a juzgar por tanto aislacionismo como respira. Se construyó, por supuesto, sobre nuestros rescoldos, volándose el Maine y colocándonos el marrón vía Pulitzer. Te lo resumo. Tras las cenizas últimas de la España de ultramar empieza a asomar una potencia que ni Sagasta ni nadie calibraba, ya que: «A la guerra vamos con la conciencia tranquila, vamos sin ruido y sin arrogancias, pero decididos a cumplir con el deber que el patriotismo nos impone, sin vacilación y sin temores, y mucho menos con pánico ninguno».
Dos guerras mundiales a las que no quieren ir, pero si hay que ir se va. Gracias a Dios, por cierto. El imperio que no quería serlo salvó a Europa. La segunda vez impidió la venganza francesa bajo el benéfico influjo de Keynes. Incluyó a los perdedores en el Plan Marshall (bienvenido) y le dictó por fin una Constitución democrática a Alemania, hoy vigente, para que la nación de los filósofos, los músicos, los poetas y las cámaras de gas, que había muerto, resucitara en el patriotismo constitucional de Habermas. Se trataba de que no siguieran invadiendo Francia cada dos o tres generaciones. Se tardaría un tiempo en comprender que, entre tanto, se había roto la Historia de la Humanidad, se había incurrido en una cesura tan honda que el verso no podía seguir. Era el Holocausto, y por eso continuar la poesía era un acto de barbarie para Theodor Adorno.
Deprisa, deprisa, que la plana se agota. Se va a Vietnam el imperio reticente porque cree en la teoría del dominó. El incidente del Golfo de Tonkin fue como lo nuestro con el Maine sesentaiséis años antes: un montaje para justificar la entrada en guerra. Aislacionismo pero no, aislacionismo y hippies. Y Marcuse y los campus, y Jane Fonda siempre con el enemigo. Qué mujer tan pesada, por cierto. Y la opinión pública que empezó a demostrar su poder sobre el poder. Y perder la guerra, como ahora pierden Afganistán dejando tras de sí un reguero de ahorcados por colaborar con la libertad. Los talibanes se creían que su hombre era Trump. ¿Quién más aislacionista en el país del aislacionismo? ¿Quién menos idealista? ¡Biden! Sí, para imponer libertad y democracia en Afganistán o Irak hay que ser muy idealista, como Bush y Blair. John Gray -el serio, no el de la autoayuda- ha tratado este extremo en profundidad. Pues nada, que ahora manda la idiotez. Y entonces habló la China.