La crisis abierta esta semana por la dimisión del presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, la reunión de urgencia entre el presidente del Gobierno y el del PP, y el enésimo capítulo del vodevil a cuenta del documento escrito que este le exige a aquel para que haya acuerdo, no son más que la muestra más expresiva hasta la fecha de la corrosión que sufre nuestro sistema institucional, que ni se limita a una salida ni se concentra en el CGPJ.
Abarca mucho más (Fiscalía, RTVE, CIS, CNI y un penoso y largo etcétera), pero no a muchos más.
Es el presidente del Gobierno, sea quien sea, el responsable de la buena marcha de la institucionalidad española. No es una opción ni está sujeto a consideraciones políticas o ideológicas. Sencillamente, es su deber. Lo es, precisamente, porque todo sistema democrático se sustenta en instituciones, que permanecen, y no en personas, que perecen y, además, cada vez más pronto.
Nos encontramos, sin embargo, en la tesitura contraria. España ha entrado de cabeza en un laberinto sin institución alguna que permanezca intocada. Todas han sido manoseadas por el presidente del Gobierno. Y no porque Pedro Sánchez las emplee a su antojo para que acaben subsumidas en su devorador afán de poder.
Sino por algo que, creo, es más profundo.
Sánchez no es un oportunista, sino fiel hijo de la cultura política del zapaterismo, en la que creció, y de la que ha conseguido ser su representante más extremado. Su principal virtud es, al mismo tiempo, el principal peligro para la política: la ausencia de límites.
Sánchez no concibe que el entramado institucional, que abarca desde el Poder Judicial hasta el Poder Legislativo o la Jefatura del Estado, esté por encima de su autoridad. Y esa es la verdadera y profunda transgresión. Ese es el verdadero riesgo.
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Porque el daño que está sufriendo el CGPJ será restañable con el tiempo. La pérdida de prestigio y credibilidad del CIS o de RTVE, también. En buena medida, bastará en ambos casos con que al frente se ponga a personas competentes y sin la herida del sectarismo supurándoles.
Pero el personalismo y la falsaria idea de ostentar una posición omnímoda dejan tras de sí un rastro corrosivo y fétido que carcome la confianza política, más en momentos de laceración económica. Y recoser esas aperturas no es cosa de una persona. Ni tan siquiera de un partido.
Es cosa, como casi siempre, de unas ideas. Incluso de unos ideales. De proponerle a la ciudadanía una forma distinta de entender la política y de estar dispuesto a llevar a término esa idea, aunque sus consecuencias vayan en detrimento de los intereses personales. Una utopía, quizá, pero no por eso menos necesaria.
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No hace falta que sean ideas originales. De hecho, es preferible que no lo sean. Basta con rescatar algunas de la guardarropía en la que han estado encerradas estos años. Por ejemplo, la idea de que es mejor no gobernar a hacerlo con Bildu. O la de que corresponde al Poder Legislativo, y no al abuso de reales decretos, regular nuestro marco de convivencia. O la de que la oposición no es un mero ornamento de cambalache.
Ideas, en fin, que deberían ser evidentes de tan básicas.
Porque, aunque ocupen espacio en los medios de comunicación, las crisis institucionales en sus comienzos arrancan muy calladamente, sin llegar a las preocupaciones esenciales de la ciudadanía. Pero acaban siendo estentóreas en sus consecuencias. Quien haya de sustituir a Sánchez debe saberlo. Y si ya lo sabe, decirlo.