Ignacio Camacho, ABC, 12/10/12
España es hoy un país de reputación zarandeada que ni siquiera parece capaz de ponerse de acuerdo consigo mismo
EN la fiesta del 12 de octubre se han vuelto a cruzar los viejos demonios identitarios desparramados por la España invertebrada. En un país con diecisiete miniestados pseudofederales nadie pone en cuestión las celebraciones autonómicas —en algunos casos basadas en alambicadas efemérides— organizadas a mayor gloria de las taifas locales y su casta de vividores clientelistas, pero el ambiente político se carga de una electricidad culpable a la hora de conmemorar la nación española. Desplantes, reproches, polémicas; el debate eterno de un Estado disconforme con su propia estructura y hasta con su propia esencia. Quizá no haya ninguna nación histórica en Europa que se discuta tanto y con tanta pasión a sí misma.
Es sorprendente que casi cuarenta años después de la dictadura el patriotismo español siga rodeado de un cierto recelo autoritario, de un complejo de culpa que revela el principal fracaso de nuestra reconstrucción democrática. El modelo constitucional del 78 cerró en falso el viejo problema territorial al depositarlo sobre la lealtad fallida de unos nacionalismos periféricos que jamás han aceptado la idea de soberanía común y mucho menos la de la nación de ciudadanos. Desde aquel momento fundacional hay una grieta en los cimientos del Estado contemporáneo que no se puede cerrar por falta del único material que podría repararla: más allá de un oportunista pragmatismo de conveniencia nunca ha existido en la mentalidad nacionalista una auténtica confianza en el proyecto de España.
Ese conflicto latente permaneció soslayado mientras la izquierda asumió, bajo la hegemonía gonzalista, un concepto nacional unitario despojado de suspicacias de imperialismo interno. Pero el relativismo zapaterista descoyuntó la cohesión al etiquetar con marchamo de progreso las pulsiones disgregadoras. Fue un presidente del Gobierno el que dio el gigantesco paso atrás de proclamar discutible la idea misma de la nación que él dirigía. Y a partir de ese descomunal error que propició una implosión de soberanismos excluyentes se ha vuelto ciclópea la tarea de reconducir el patriotismo democrático. La única noción común, la única metáfora de España la representa hoy, y no siempre ni en todas partes, la vaga, descomprometida sentimentalidad simbólica de la selección de fútbol.
A esta quiebra interior del compromiso nacional se ha sumado en los últimos tiempos el desprestigio vertiginoso de la marca externa. España es un país de reputación zarandeada que ni siquiera parece capaz de ponerse de acuerdo consigo mismo. La desvertebración social y política que preocupaba a Ortega se ha cronificado en un modelo crítico de convivencia inestable. Quizás el desafío colectivo más urgente sea el de recuperar la autoestima, pero para eso es necesario que dejemos de preguntarnos de una vez quiénes somos. Somos todos… incluso los que quieren dejar de serlo.
Ignacio Camacho, ABC, 12/10/12