ABC 16/10/16
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR
· De lo que se trata es de ofrecer una empresa que nos vincule a todos, una ilusión que nos agrupe, una soberanía que se ejerza, no que se proclame; una igualdad que se haga real, no que repose en textos jurídicos, un sentimiento de pertenencia que nos enorgullezca, no una retórica impostada para tribunas de ocasión
HIZO bien Rajoy advirtiendo al portavoz del PNV en el debate de investidura de que era imposible ponerse de acuerdo en una cuestión de sentimientos, porque cada cual tiene los suyos. Pero no hizo tan bien el candidato popular cuando concentró toda su defensa ideológica de su propuesta para España en una estéril apelación a la igualdad de los españoles, a la unidad territorial o a la soberanía nacional. Cada uno de estos aspectos es un factor indispensable para que la democracia sea digna de ese nombre y no he dejado de decirlo en esta misma página al abordar nuestros problemas de afirmación nacional. La igualdad de los españoles es una aspiración necesaria, y reiteradamente frustrada por quienes han permitido o no han sabido resolver el abismo de diferencias sociales abiertas entre los ciudadanos durante estos años de espanto.
La igualdad de los españoles es una aspiración, no una realidad. Y mientras sea aspiración no debe utilizarse para cubrir los flancos ideológicos despreciados durante los tiempos de opulencia. La soberanía nacional es fundamento de la democracia, pero los españoles saben, hasta por las explicaciones de nuestros dirigentes políticos, que ni siquiera podemos llevar adelante una política económica propia ni aprobar nuestros presupuestos sin la complacencia de las autoridades de la Unión Europea. A diario nos amenazan con castigos si no hacemos los deberes impuestos en la curiosa prueba de selectividad en que se ha convertido el sueño de Europa. Tampoco puede hablarse tan alegremente de ese principio para enfrentarse al secesionismo, cuando los ciudadanos han experimentado su caducidad en los propios mensajes gubernamentales. Y, desde luego, hablar de la unidad territorial parece reducir España a una geografía, a una suma de paisajes agrupados al azar. Poco puede entusiasmar tal referencia, más propia del puntero de una clase de primaria repasando corpulencias montañosas, cursos de ríos y tablas de temperatura.
España es, claro está, un territorio. Pero es mucho más que eso. Por ello no buscamos la simple unidad territorial, que no es causa ni argumento del patriotismo, sino realidad inerte a la que debemos inculcar otros elementos bien distintos: el espíritu, la voluntad, el entusiasmo tranquilo por una empresa llamada España. Los años de la Transición trajeron esta democracia con todas sus inmensas virtudes, que se desdeñan hoy con alarmante falta de madurez por algunos recién llegados a la vida pública. Quienes la defendemos con tanto empeño habremos de señalar, sin embargo, cuál fue el principal de sus defectos, que parecía perfectamente programado para que nos estallara en las manos cuando llegara una crisis de legitimidad institucional como la que hoy sufrimos.
Porque desde 1978 y en los años en que se fueron aprobando las leyes complementarias del texto constitucional la formación del Estado autonómico encerró dos trampas convergentes. La primera fue el juramento en falso de quienes no creyeron que el acuerdo sellaba un pacto permanente, un gran compromiso histórico, no solo entre señores y señoras diputados, sino entre los hombres y las mujeres de España. El nacionalismo secesionista nunca consideró aquel consenso más que el resultado de una correlación de fuerzas provisional, que habría de modificarse en cuanto se presentara alguna ocasión más propicia para alcanzar sus objetivos. Pero señalemos una segunda cuestión, que se menciona con menos frecuencia, porque aquí el problema no es solo el de los nacionalistas vascos, catalanes o gallegos. A partir de la Transición se inició en España un viaje al fondo de la estupidez localista, que distribuía poderes y competencias e impedía la función del Estado de crear una conciencia nacional en los ciudadanos.
Por el contrario, discursos políticos, programas escolares, emisiones televisivas, ondear de banderas y resonar de himnos asentaron a lo largo y ancho de España una ridícula variedad de estrafalarios regionalismos, fogosidades provincianas y patriotismos chicos. Los niños fueron educados en el culto a la comarca y el olvido de la nación. Los dirigentes sacaron pecho para poner el interés local por delante del interés general. Los nuevos caciques del autonomismo promovieron símbolos, cánticos, identidad y melodramas de lírica silvestre, para que la idea de España acabara siendo desterrada de la conciencia de todos, y convertida en una mera referencia de marco constitucional, de unidad formal del territorio, de alusión a un «Estado español» que solo parecía encarnarse en las negociaciones exteriores con la arrogante Unión Europea y en las exigencias voraces de la inevitable Agencia Tributaria.
Esperaba escuchar en el discurso del candidato y en el del líder del PSOE otra idea de España. A fin de cuentas, ni siquiera la debemos inventar, porque latió en el esfuerzo de las generaciones que hace cien años respondieron al desafío de su tiempo con una potencia intelectual y una pasión que aún nos conmocionan. Para ellas, como debería ser para nosotros, España solo puede ser aceptada como unidad territorial, como entidad política soberana o como vinculación de ciudadanos libres e iguales, si previamente hemos sabido hacer creer a los españoles en sí mismos como comunidad y como Estado. Para combatir el secesionismo y el caciquismo cultural y construir España debemos imitar a nuestros regeneracionistas.
No se trata de oponer los sentimientos del terruño propio a los sentimientos del terruño ajeno. De eso saben mucho los nacionalistas viejos y los nuevos patriotas comarcales. De lo que se trata es de ofrecer una empresa que nos vincule a todos, una ilusión que nos agrupe, una soberanía que se ejerza, no que se proclame; una igualdad que se haga real, no que repose en textos jurídicos, un sentimiento de pertenencia que nos enorgullezca, no una retórica impostada para tribunas de ocasión. Sobre todas esas cosas, España es una unidad espiritual. Es un saber colectivo que nos da forma y consistencia histórica. Es un desafío que, para exigirnos servicio y sacrificio, ha de construir un patriotismo auténtico. Al secesionismo y al localismo se les vence con una idea universal; al determinismo territorial y a la servidumbre folclórica con la conciencia de una tradición que nuestra voluntad nacional ha de emprender como futuro.
Todo lo demás es una formalidad que nunca logrará derrotar la necesidad de soberanía, de identidad, de complicidad de los ciudadanos, de aspiración a construir un espacio político y cultural común… todo lo que explica la popularidad de los nuevos caciques del nacionalismo. La gente nunca va a dotar de validez permanente a las afirmaciones de un texto constitucional, que son revisables por definición. La buena gente de España tiene hambre de nación, tiene sed de soberanía, tiene urgencia de vivir en una comunidad que se reconozca a sí misma. Dar cumplimiento a esta necesidad, y dejar de esconder la cabeza en el agujero de las afirmaciones que solo sirven en momentos de consenso y sosiego es lo que va a decidir si España sigue existiendo o se convierte en pura inercia institucional, mera instancia administrativa, simple recopilación de datos estadísticos para la labor de los funcionarios europeos.