Cataluña se ha precipitado en el fondo de un pozo negro. El nacionalismo catalán ha llevado a la Catalunya del Siglo XXI a la ruina política, a la fractura social y a asomarse al abismo del declive económico.No es la primera vez que algo así sucede, a lo largo de su historia. Cataluña es, desde hace siglos, un caso clínico. No es la primera vez en que, como dijeron Pierre Vilar y Vicens Vives, Cataluña se equivoca al elegir a quienes creía que iban a defender sus presuntos derechos y su identidad, aun que más bien fueran los privilegios de sus oligarquías. En ocasiones anteriores, no obstante, la sabiduría y buen pulso político del primer Rey de España —Fernando de Aragón— con la Sentencia de Guadalupe; o la fuerza desnuda de las armas, en 1640 y 1714, pusieron las cosas en su sitio: eran tiempos de construcción de los Estados modernos y había que evitar la guerra civil permanente, por un lado; y, en esa etapa, era un contrasentido histórico la parcelación del mundo en presuntas naciones culturales, por otro.
En los últimos años, los desvaríos de los dirigentes catalanes han sido tales que han obligado a que el Estado responda —política y democráticamente, a la vez— con el constitucional artículo 155 y a que el Poder Judicial actúe de acuerdo con la legalidad y en ejercicio de su independencia. ¿Hay mejor política en Democracia que aplicar la norma suprema? ¿Existe mas honda raíz institucional de la democracia que la separación de poderes? No nos den lecciones sobre la política y la democracia. En democracia, la política exige el respeto de las reglas del juego, para todas las partes en presencia. A partir de ahí, y solo a partir de ahí, cabe lo demás.
Las aspiraciones de retorno al pasado de una parte de los catalanes han chocado, durante siglos, con las tendencias históricas de larga duración, esa longue durée que identificaba Braudel como base profunda de la Historia. Cataluña, encerrada en su goticismo, abstraída del entorno, y engreída por el mesianismo y ansias de status personal de sus élites, ha tendido, siempre, a mear fuera de tiesto. Extraigamos consecuencias, en serio y para el medio plazo. Los políticos siempre se han distinguido, al menos, en dos categorías: los arribistas, que aspiran al poder, por el hecho de tenerlo; y los políticos de raza, que aspiran al poder para mejorar la vida de los ciudadanos, aunque cada uno postule distintas ideas. Pues bien, en Cataluña, desde hace siglos, se han entregado a los arribistas, mayormente. Arribistas de poca monta, además, ya que siempre han preferido ser cabeza de ratón a cola de león. González Casanova ha retratado a los herederos de CDC como “una partida de jóvenes barones ambiciosos al mando de un sindicato de intereses”. Y ha afirmado que otros permanecerán en pie “mientras no pierdan la ilusión de convertirse en corte de Oriol Junqueras”. De ahí la apelación recurrente a la independencia.
La razón del mundo va en contra de la desintegración; exige decisiones continuas
Además, las veleidades ensimismadas de Cataluña han perjudicado siempre a España, ya sea en lo económico, ya sea en su presencia en el mundo, ya sea en la vertebración y cohesión social. Cada vez que estalló el conflicto, España retrocedió en todos los campos y tuvo luego que rehacerse, partiendo cada vez de más abajo. En la actualidad, sin embargo, existen dos netas diferencias con tiempos anteriores: por una parte, hoy España no es un país aislado de su entorno geopolítico ni está en declive histórico; por otro lado, los últimos espasmos experimentados en Cataluña han sacado a la luz, por primera vez, una tajante, profunda y difícilmente salvable fractura —mitad por mitad— en el seno de la propia sociedad catalana. En esas dos diferencias, estimo, está la clave de la situación actual.
Para avanzar en la búsqueda de soluciones es exigible, lo primero, una transacción interna en el seno de Cataluña. No cabe el diálogo con una tropa dividida y enfrentada, una parte de la cual, además, no acepta las reglas institucionales, ni catalanas, ni españolas, ni europeas, ni mundiales. Mientras no existan interlocutores responsables, los otros políticos españoles harían bien en mirar hacia el resto de los ciudadanos, y en procurar el progreso del conjunto de España, en el seno de Europa y en el marco del mundo globalizado.
No es tiempo para ventajismos ni conchabeos. En estos momentos de vislumbre de salida de la crisis, los gobiernos y los partidos tienen que adoptar decisiones de fondo y arriesgadas, y no jugar a las casitas. Por ejemplo: en Alemania puede que haya una nueva Gran Coalición; por ejemplo, en España, sería conveniente, para todos los españoles, aprobar los Presupuestos Generales, les guste o no al táctico PNV o al hamletiano PSOE; por ejemplo, en España es necesario garantizar la financiación de todas las Comunidades de Régimen Común, con o sin acuerdo de los catalanes; por ejemplo, en España habrá que decidir la política de inversiones con base en los intereses del conjunto de los territorios y de las prioridades europeas, y no para contentar ansias de protagonismo nacionalista. ¿Por qué, dicho sea de paso, ha de tener más interés, para España y Europa, el enlace ferroviario entre Barcelona y Valencia que la mejora del tramo Algeciras-Bobadilla, o que la ejecución de proyectos entre Madrid, Extremadura, Lisboa y Sines? Tan prioridad europea son unos como otros.
La atención no puede centrarse en chismorreos menores, como el retorno de algún prófugo
España, hoy, no es un país aislado ni puede serlo. Cataluña, menos aún. La historia y la razón van por otro lado. Ya en 1962, en la segunda edición de su crucial Razón del Mundo, el sabio y universal granadino Francisco Ayala decía que el mundo actual “es —para bien o para mal— estrechamente solidario. La integración técnica del planeta no consiente zonas exentas, y menos aún en una posición geográfica como la de la Península Ibérica”.
La razón del mundo va en contra de la desintegración. La razón del mundo exige toma continua de decisiones, en el marco de la mayor estabilidad posible. El mundo, y Europa, no se van a parar, ni siquiera por Gran Bretaña y su Brexit. En consecuencia, España no se puede parar ni un solo momento, ni puede centrar su atención en chismorreos menores, tales como los retornos o no retornos de algún prófugo de la justicia, o la preeminencia, en una esquina de la Península Ibérica, de uno u otro grupo de independentistas a la violeta. España ha de avanzar, todos los días —con la aquiescencia, la transacción y el compromiso de todo el que tenga coraje político— en la mejora de la vida de los españoles. Menos regate en corto, y más responsabilidad política, pues. Las generaciones nuevas y las futuras están a la espera.
José Rodríguez de la Borbolla es miembro del Comité Director del PSOE de Andalucía.