Carlos Herrera-ABC
- Mientras la población catalana padecía los rigores de una Administración sin pies ni cabeza, llegó un virus
Cuando acaeció el desmoronamiento económico de 2008, poco después de la caída imprevista de Lehman Brothers, un algo se despertó en el interior de uno de los tipos más mediocres que Cataluña ha brindado a Occidente, Artur Mas, por entonces máximo responsable de la administración del Estado en Cataluña. La pobreza que sobrevoló a medio mundo, y que en España se acrecentó por la inacción del Gobierno de aquellos años, ensimismado y enrocado en decisiones imprudentes, despertó el oportunismo nacionalista catalán al objeto de aprovechar la debilidad conjunta para obtener beneficios ilegítimos. Mas, el creador e impulsor de todo este disparate que ha hecho de la Cataluña de hogaño un marasmo de histeria y mediocridad, olisqueó su momento. Como es
sabido, se plantó en La Moncloa de Rajoy para exigir lo que sabía que no le podían dar y, de ahí, recorrer un camino suicida que llevara a su terruño a las proclamas varias que podrían resumirse en uno de los eslóganes más felizmente repetidos por la masa lanar del Principado: España nos roba. Cataluña sería un manantial de leche y miel -y oro en proporción del 3%- de no ser por esos hirsutos gandules españoles a los que mantenemos con nuestro trabajo mientras ellos sestean a la sombra de las higueras. El mensaje cuajó, a la vista está. Una buena parte de los catalanes perforados por la crudeza de la crisis se acunaron en la cómoda facilidad del mensaje. «El problema son ellos». A partir de ahí, el cóctel explosivo de una población amedrentada por la fiereza de la pandemia económica más las generaciones educadas en el odio a España, generó un movimiento que ha proporcionado a Cataluña uno de sus más lamentables episodios históricos, degenerativo y absurdo, que ha concluido con el ascenso al poder de tipos tan sumamente mamertos como Torra o Puigdemont.
Mientras la población catalana padecía los rigores de una Administración sin pies ni cabeza, llegó un virus. Letal. Imprevisto, se asegura. En unos países se actuó con decisión y en otros, infelizmente el nuestro, con tardanza, lo que se ha traducido en más muertes que en cualquier otro lugar de nuestro entorno. La tentación, reconozcámoslo, era muy grande y cualquier individuo criado en el permanente lamento no podía desaprovecharla: si antes España nos robaba, ahora nos mata, ya que el caso es tener siempre un elemento exterior al que echarle las culpas. Comenzó la infeliz Clara Ponsatí bromeando con mensajes tipo «De Madrid al cielo» para bromear con los muertos de la capital de España. Siguió Joan Canadell, líder de comerciantes menores, asegurando que España es muerte y Cataluña vida. No faltó el bufón de la corte, Toni Albá, un supuesto humorista subvencionado, identificando a los que matan catalanes. Y coronó la cima la portavoz del Gobierno catalán (es un decir ambas cosas), Meritxell Budó, afirmando en opiácea comparecencia que «con una Cataluña independiente no habríamos tenido estos muertos». Como decía: España nos mata. Se supone que la España de Sánchez, al que ellos alzaron al poder. Según la pintoresca portavoz, en la Cataluña libre de manos se habría actuado dos semanas antes, cuando se da la circunstancia de que por esas fechas estaban todos los hiperventilados del independentismo en Perpiñán dándose restregones a mayor gloria del nuevo amanecer al que habría de conducirles el pastelero de Gerona.
Es una pena que la estricta observancia del socialismo patrio sobre los recurrentes recortes del PP no haya reparado en los verdaderamente asombrosos recortes de los gobiernos catalanes en materia sanitaria con tal de acaudalar fondos para su lucha histórica, para su travesía del Jordán. Que ningún miembro de esa cosa que es la plantilla dirigente española haya sido capaz de defender el nombre del país al que, teórica e insolventemente, gobiernan, lo dice todo. Así está el vertedero.