El miércoles pasado asistí a la presentación en el Ateneo de Madrid del interesantísimo libro de Guillermo Gortázar El secreto de Franco, en el que el agudo historiador, tras una completa y laboriosa investigación, desvela uno de los hechos menos conocidos de aquellos días angustiosos en los que el General agonizaba. En este su último trabajo, Gortázar revela quién escribió el extraordinario texto conocido como “El testamento de Franco” que Carlos Arias Navarro leyó lloroso ante las cámaras de televisión el 20 de noviembre de 1975, fecha imborrable por tantos motivos para todos los que la vivimos, unos con alivio esperanzado, otros con preocupado dolor, en uso de razón.
Este acontecimiento tuvo lugar ante un numeroso y atento público y contó como oficiantes, además del propio autor, con Iñaki Ezquerra, José Miguel Ortí Bordás y Julián Quirós. Un elenco tan bien informado y de tan bien establecido criterio garantizaba una sesión memorable, y así lo fue, de análisis y reflexión sobre los personajes y los entresijos del breve, pero intenso lapso de tiempo transcurrido entre el fallecimiento de Franco y la aprobación de la ley de Reforma Política en el trascendental pleno de las Cortes crepusculares del régimen autoritario celebrado el 18 de noviembre de 1976. No es esta columna la ocasión de detallar el rico cambio de impresiones y la profundidad y acierto de los juicios vertidos por los cuatro participantes en el acto aludido, aunque no quiero dejar de resaltar un aspecto de las intervenciones allí registradas que cobra plena actualidad a la luz de los dramáticos desarrollos que vive España en estos momentos.
Dicho de otra manera, el edificio nacional se apoyaba en dos pilares, uno liberal-conservador y otro socialdemócrata, y ambos debían sostener con igual esfuerzo y sentido del deber la casa de todos
De las sucesivas exposiciones que tuvimos el privilegio de escuchar en la biblioteca del Ateneo, se desprendía un elemento constante, una característica esencial, de la compleja y difícil obra política y jurídica que fue la Transición. Esta monumental operación de paso pacífico, con los mínimos traumas y sin violencia desatada, de una longeva dictadura a una nueva democracia, estuvo constantemente inspirada por la búsqueda de todos los que hicieron posible tan hercúlea tarea de un cuidadosamente trabado equilibrio. Equilibrio para resolver el problema social, para acotar el problema religioso, para encauzar el problema militar, para estabilizar el problema de la forma de Estado y para pacificar el problema territorial. Asimismo, con el fin de asegurar la gobernabilidad y evitar un multipartidismo caótico se diseñó un sistema electoral y de partidos que produjese un bipartidismo que, si bien no perfecto, permitiese por lo menos un turnismo ordenado entre una gran formación de centro-derecha y otra de centro-izquierda con los pequeños grupos nacionalistas como eventuales apoyos del que quedase en minoría mayoritaria en el Congreso. Este esquema presuponía, obviamente, que tanto las dos principales fuerzas como sus posibles socios periféricos se mantendrían leales a la Constitución y a la Corona y que sus programas, actuaciones y reivindicaciones no causarían turbulencias excesivas que pusiesen en peligro la arquitectura institucional y jurídica indispensable para la convivencia en paz, prosperidad y libertad. Dicho de otra manera, el edificio nacional se apoyaba en dos pilares, uno liberal-conservador y otro socialdemócrata, y ambos debían sostener con igual esfuerzo y sentido del deber la casa de todos.
La dirección actual del Partido Popular parece que no se entera de la gravedad de la situación y actúa como si nos encontrásemos todavía en los años noventa
Pues bien, este cuadro ha sido primero emborronado y a continuación rasgado hasta dejarlo irreconocible. El PSOE ha caído en manos de un aventurero amoral carente de cualquier noción de decencia y patriotismo y cegado por una ambición patológica de poder, los nacionalistas han abandonado la senda de la responsabilidad y están entregados a la tarea frenética de dinamitar el orden constitucional y de liquidar a España como Nación, la extrema izquierda se empecina en poner todo tipo de obstáculos a la economía de libre empresa, la única capaz de crear riqueza y empleo, mientras apoya con entusiasmo al separatismo y la dirección actual del Partido Popular parece que no se entera de la gravedad de la situación y actúa como si nos encontrásemos todavía en los años noventa, más preocupada por mostrarse moderada y centrada que por adoptar un discurso de la contundencia, la claridad y el coraje que las presentes circunstancias exigen.
El magistral ejercicio de mesura y ponderación de la Transición ha sido hoy sustituido por una tormenta de bajas pasiones, maniqueísmos perversos, práctica sañuda de la dialéctica amigo-enemigo, fanatismos ideológicos intransigentes y codicias insaciables. Se ha perdido cualquier atisbo de respeto a la autoridad y de obediencia a la ley y las instituciones que debieran ser neutrales han sido invadidas y manoseadas por los partidos hasta invalidarlas como sanos contrapesos del Ejecutivo. Como en los inmortales versos de Quevedo, la patria se desmorona privada del equilibrio necesario para su pervivencia, su fortaleza y su prestigio. Son tiempos oscuros, abundantes en traiciones, despojados de decoro, dominados por una clase política de ínfima categoría intelectual y ética, en los que un quídam isleño se vanagloria de que, si un prófugo tiene la llave de la investidura, él tiene el llavín. Los sabios y serenos gigantes que impulsaron hace medio siglo la más admirable hazaña de nuestra historia contemporánea han sido reemplazados por pigmeos rabiosos e ignorantes. Nuestro pasado multisecular ofrece ejemplos de períodos de decadencia y fracaso, pero lo que estamos viviendo es peor, mucho peor, es una combinación repulsiva de maldad, mediocridad e incompetencia sin medida ni parangón.