ABC 11/10/16
IGNACIO CAMACHO
· La idea de España sufre otro colapso emocional. Hay riesgo de disgregación territorial, moral, intelectual y política
EL gran fallo del régimen constitucional ha sido el abandono de una pedagogía de la españolidad. No se puede construir una nación si una parte significativa de sus ciudadanos no cree en ella. A este respecto, casi tan grave como la deslealtad de los nacionalismos excluyentes resulta la responsabilidad pasiva del Estado, su incuria acomplejada, su apatía para la creación de un sentimiento colectivo acorde con el orgullo de una sociedad democrática y soberana. Ante este fracaso identitario no cabe sólo culpar a los separatistas sin aceptar la evidencia de haberles dado alas permitiéndoles elaborar a su conveniencia un relato sesgado, falaz, tendencioso, sobre España.
A este colapso emocional de lo español ha contribuido la indolencia de una derecha inhibida por el remordimiento posfranquista, cargada de abatimiento histórico y de un complejo de culpa que le ha impedido hasta muy tarde levantar un pensamiento nacional moderno, libre, optimista, honorable. Pero sobre todo pesa sobre la izquierda el débito de su encogimiento ideológico, de su relativismo disgregador, de su inexplicable deserción del patriotismo igualitario. El sedicente progresismo ha rechazado la idea de lo español como un concepto casposo, rancio, heredado de la patraña imperial de la dictadura, que ha hecho recaer el anatema de facha sobre cualquier reivindicación de la ciudadanía común. Al exaltar o comprender el divisionismo y ridiculizar como retrógrados los símbolos del Estado, la banal propaganda izquierdista ha desterrado cualquier posibilidad de arraigo entre las nuevas generaciones de una cierta satisfacción de pertenencia. Sólo el deporte en general, y el fútbol en particular, ha catalizado alrededor de sus éxitos una mínima identificación pasional, una superficial sentimentalidad integradora.
En ese marco desestructurado, zarandeado por la crisis política, el encono sectario, el hastío popular y el desafío de ruptura soberanista, la efeméride del 12 de octubre se ha convertido en un festival del agravio. Dirigentes populistas y autoridades autonómicas rivalizan en el desprecio a la unidad y al constitucionalismo con un repertorio de argumentos triviales que demuestran tanto su irrelevancia intelectual como la manifiesta delgadez de nuestro tejido de convivencia. España es un saco de golpes, un cuenco de ventajistas reivindicaciones fragmentarias que cuestionan el proyecto nacional en uno de sus momentos de mayor fragilidad. Con la referencia europea en declive, el riesgo de disgregación es más patente que nunca. Disgregación no sólo territorial, sino moral, mental, anímica. Un desfallecimiento derrotista y melancólico que requiere un esfuerzo de rebeldía contra la visión ensombrecida del nihilismo. Frente a la eterna tentación autodestructiva, la nueva sociedad española necesita rescatarse a sí misma sacudiéndose de una vez la impronta de país maldito.