Para un español de centro-derecha, acostumbrado a las cobardías y a las vergüenzas constantes de los políticos y parte de los medios que dicen representarnos, es siempre un soplo de aire fresco la lectura del semanario conservador británico The Spectator. Como los cultísimos ex alumnos de Oxford y Cambridge que componen su plantilla, la revista aborda los temas de la actualidad doméstica e internacional con solidez intelectual, seguridad aplastante en sus criterios y la distancia humorística e inevitablemente elitista que surge cuando uno se sabe, casi siempre, por encima del asunto que trata. Nada mejor ni más estimulante para el lector patrio, tan hecho a los complejitos, que leer por ejemplo una de sus piezas sobre políticas identitarias o de género.
Sus artículos no piden perdón por anticipado y exponen sus argumentos con consistencia y erudición sin temor a llamar a las cosas por su nombre por miedo a lo que la mayoría así llamada progresista pueda opinar de ellos en las redes sociales. The Spectator no puede ser cancelado porque no se deja cancelar y, sobre todo, porque no le da permiso a nadie ni se le pasa por la cabeza que alguien tenga el poder suficiente para cancelarlo. El problema se presenta cuando esa mirada, superior e informada, recae en algún asunto que nos toca más de cerca. Ahí ya es más difícil e incómoda la digestión del artículo porque muy probablemente, en todo o en parte, esté tocando en hueso y no nos guste el diagnóstico.
La falta de reacción de la ciudadanía española ante un gobierno corrupto que está vendiendo la integridad territorial por cuatro días más en el poder
Así ha sucedido con la reciente publicación de una larga columna sobre España en la que, después de alabar algunas de nuestras virtudes colectivas, como el arranque generoso del español de a pie y nuestra solidaridad en los momentos importantes, recurriendo para ello a citas de Orwell y contra todo pronóstico, Bakunin, el columnista, Jim Lawley, que no disimula a lo largo de todo el texto su simpatía por nuestro país, continúa diagnosticando las razones que podrían estar detrás de lo que él ve, y no le falta razón, como auténtica desidia y falta de reacción de la ciudadanía española ante un gobierno corrupto que está vendiendo la integridad territorial por cuatro días más en el poder. Lawley ha llegado a la conclusión de que los españoles nos movemos mal en las abstracciones y solo funcionamos bien en lo concreto.
Que en un país, en el que se vive muy bien por climatología y costumbres, lo que nos importa fundamentalmente es la familia, los amigos y la propia vida, y que la política nos importa más bien poco o nada, aunque con ello estemos dejando que cuatro malvados acaben con España tal y como la hemos conocido. Es una lectura amarga pero correcta, porque también al español consciente le pasa lo mismo que al periodista británico. Es imposible entender de otra manera que tantos no reaccionen ante esta demolición por etapas de nuestra patria y sigamos cada uno a lo nuestro sin darnos cuenta que lo más nuestro de todo, la red en la que se desarrolla nuestra vida, está a punto de desaparecer para siempre.
Cómo tienen que estar las cosas para que ante líderes con la capacidad de liderazgo entusiasmante de Feijóo, nótese la ironía, los madrileños salieran a la calle por decenas de miles a defender la amenazada unidad de España
De la excepcionalidad de la situación da prueba el hecho de que la convocatoria del pasado domingo del Partido Popular excediera con mucho a las mejores expectativas de los organizadores. Cómo tienen que estar las cosas para que ante líderes con la capacidad de liderazgo entusiasmante de Feijóo, nótese la ironía, los madrileños salieran a la calle por decenas de miles a defender la amenazada unidad de España. Fue un ensayo de lo que será el 8 de octubre en Barcelona, en el que todos los españoles volveremos a encontrarnos en la calle después de seis años justos, convocados por otros ciudadanos como nosotros y dispuestos a que los que van a vendernos se enteren de que podrán consumar la traición, porque ese es el precio que van a pagar por los votos, pero nos tendrán enfrente y no como ovejas dispuestas a tragar mansamente lo que nos echen. Ya que las fuerzas de la derecha, en su obsesión por ir desunidas, despreciaron esa mayoría que les dieron los votos, que se entere Sánchez de que podrá hacerlo pero que será un camino incómodo y áspero, con una gran parte de la población en contra. Decía Orwell, en la mención del amigo Lawley, que hay en nosotros “una generosidad en el más profundo sentido de la palabra, una grandeza real de espíritu, con la que me he encontrado una y otra vez en las más adversas circunstancias”.
Es hora de volver a sacarla. Les espero el 8 de octubre en las calles de Barcelona.